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En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo:
Parte 1: Elementos de la devoción
“«He ahí este Corazón, que ha amado tanto a los hombres, que nada ha escatimado hasta agotarse y consumirse para demostrarles su amor, y en reconocimiento no recibo de la mayor parte sino ingratitud, ya por sus irreverencias y sus sacrilegios, ya por la frialdad y desprecio con que me tratan en este sacramento de amor. Pero lo que me es aún mucho más sensible, es que son corazones que me están consagrados, los que así me tratan»”
Este es el resumen de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, tal como fue revelado por Cristo a Santa Margarita María de Alacoque el 16 de junio de 1675. Es también cómo la Iglesia ha enseñado magisterialmente y ha reconocido litúrgicamente esta devoción desde entonces.
El sentido es claro: el amor de Dios que se entrega a los hombres hasta el extremo y que a cambio solo recibe el desprecio absoluto de la mayoría de ellos, especialmente de almas consagradas a Él.
En estas palabras divinas podemos extraer 7 características que son inseparables de esta venerable devoción:
1. Origen divino
La primera es que es Cristo mismo Quien nos ha revelado los misterios de Su Corazón.
El origen de esta devoción es divina: no es fruto de la experiencia emocional y fraternal del hombre, ni de las expresiones filosóficas, literarias o culturales sobre las relaciones y los sentimientos humanos. No, no tiene origen humano. Cristo nos ha revelado la inmensidad de Su amor por los hombres y nos ha dado los criterios para descubrirlo, para acogerlo y para vivirlo en plenitud.
Todo el que enseñe que esta devoción al Sagrado Corazón no tiene su origen en Dios, sino en los hombres, estará enseñando una devoción falsa.
2. Centralidad de Cristo
La segunda característica es que al decir “He aquí este Corazón”, Cristo nos pide que Le miremos a Él, a Su Corazón. Que contemplemos Su Amor y también Su Dolor, que tengamos los ojos fijos en Cristo (Hebreos 12,1) y no en nosotros mismos, en nuestros problemas, heridas y preocupaciones. Cristo es el centro de esta devoción y no el hombre, aunque este sea pobre, marginado o excluido. Él nos dice: “Mira Mi Corazón”.
Todo el que enseñe que en esta devoción tenemos que fijarnos en el clamor de los hombres, de los pobres, del mundo o de lo material, estará enseñando una devoción falsa.
3. Él nos amó primero
En tercer lugar, el Señor nos recuerda que Él nos ha amado primero (1 Juan 4), por lo tanto, tenemos el deber de corresponder a tanto amor recibido. Así lo explica la primera carta de Juan, en el capítulo 4:
“Todo el que ama es nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama, no ha aprendido a conocer a Dios, porque Dios es amor. Y el amor de Dios se ha manifestado en nosotros en que Dios envió al mundo su Hijo Unigénito, para que nosotros vivamos por Él. En esto está el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros y envió su Hijo como propiciación por nuestros pecados.”
4. La Cruz de Cristo y Su Corazón
Esta cita nos lleva al cuarto punto porque el acto de propiciación por nuestros pecados es la muerte de Cristo en la Cruz. La devoción al Sagrado Corazón de Jesús está unida inseparablemente al misterio de Su Pasión, Muerte y Resurrección, no solo en su representación icónica, no es un simple adorno, sino que tiene un significado más profundo.
La Cruz es la muestra de Amor más grande y perfecta de Cristo por la humanidad, siendo Él mismo el ejemplo vivo de Sus palabras en Juan 15,13:
“Nadie puede tener amor más grande que dar la vida por sus amigos.”
Y es también la prueba del amor de Dios por los hombres (Juan 3,16):
“Porque así amó Dios al mundo: hasta dar su Hijo único, para que todo aquel que cree en Él no se pierda, sino que tenga vida eterna. (…) Quien cree en Él, no es juzgado, mas quien no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios”
De ahí que, si Dios entregó a su Hijo como prueba de su amor, el fruto sólo será para los que crean en Él. Sin embargo, sabemos por San Pablo en 1 Corintios 1,23 que esta entrega es “para los judíos, escándalo; para los gentiles, insensatez”.
Por ello, para poder alcanzar los frutos de ese amor redentor, no podemos extraer u ocultar la Cruz, las espinas o la lanzada, que son la parte doliente del Sagrado Corazón de Jesús, inherentes a Su Pasión. Quien así lo hace, está enseñando una devoción falsa.
En cambio, para ser verdaderos discípulos de Jesús y verdaderos devotos de Su Sagrado Corazón, debemos tener fe en Él, debemos “renunciar a nosotros mismos, tomar nuestra cruz cada día y seguirle” (Lucas 9, 23). Esto que estamos explicando a nivel individual también lo tendrá que hacer la Iglesia de forma conjunta en los últimos tiempos, según nos dice el Catecismo en el número 677:
“La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección”
Por lo tanto, todo aquel que no siga a Cristo en Su muerte y Resurrección, y ponga más empeño “en ganar el mundo que su alma” o la de los fieles que les han sido confiados, no solo no entrará en Su Reino, sino que estará también fuera de Su Iglesia.
La unión inseparable entre el Amor infinito y el sufrimiento de Cristo que se expresan en Su Cruz y en Su Corazón, aparece de forma explícita en Juan 19,34:
“Mas llegando a Jesús y viendo que ya estaba muerto, no le quebraron las piernas; pero uno de los soldados le abrió el costado con la lanza, y al instante salió sangre y agua.”
En esta dualidad de la sangre y del agua vemos representado el Amor de Cristo y también el Dolor. Esta imagen nos habla del bautismo y también del martirio, del agua que nos limpia y la sangre que nos purifica, es imagen también de la misericordia y de la justicia.
Son, por tanto, dos realidades que no pueden separarse, sin romper esta devoción, sin desvirtuarla y sin convertirla en algo distinto. Todo el que enseñe una devoción del Sagrado Corazón que no contemple el sacrificio de la Cruz como algo inherente, estará enseñando una devoción falsa.
5. La Eucaristía y el Corazón de Cristo
El quinto punto es la vinculación que hay entre el Sagrado Corazón de Jesús y la Eucaristía, que es el Sacramento del Amor de Cristo.
En el Evangelio, la narración de la Última Cena y la Institución de la Eucaristía comienza en el Evangelio de Juan, capítulo 13,1, con estas palabras:
“Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora para que pasase de este mundo al Padre, como amaba a los suyos, los que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”
Este amor “hasta el fin” que también se suele traducir por “hasta el extremo” no solo se refiere en intensidad, sino que también hay que entenderlo, prolongado en el tiempo hasta Su Segunda Venida. Queda confirmado cuando antes de su Ascensión al Cielo dice a los discípulos en Mateo 28,20: “Y mirad que Yo con vosotros estoy todos los días, hasta la consumación del siglo”.
Es en el momento previo a la entrega de Su Cuerpo y de Su Sangre, primero en la Eucaristía y después en Su Pasión, cuando el Amor infinito de Cristo alcanzó su grado máximo.
Así lo ha entendido y enseñado la Iglesia a lo largo de su historia y lo ha comprendido y expresado de forma cada vez más clara, a raíz de las apariciones de Cristo a los santos y místicos. Así lo expresa, por ejemplo, el papa Pio XII en su encíclica Haurietis Aquas:
“Con razón, pues, debe afirmarse que la divina Eucaristía, como sacramento por el que Él se da a los hombres y como sacrificio en el que El mismo continuamente se inmola (…), y también el Sacerdocio, son clarísimos dones del Sacratísimo Corazón de Jesús.”
Cuando hoy se hace tanto hincapié en hacer ver que la Eucaristía es un banquete en el que los bautizados se reúnen para celebrar la comunión fraterna, lo que se busca es cambiar o desviar el sentido y la eficacia de la Santa Misa, para convertirla en algo que no es, en algo que no pertenece a la fe católica.
Todo el que enseñe una devoción del Sagrado Corazón que no contemple la Eucaristía, como sacramento del amor de Cristo y renovación del sacrificio incruento de su Pasión en la Cruz, estará enseñando una devoción falsa.
Hasta aquí hemos visto 5 puntos que muestran de qué forma nos ha amado Cristo y cómo la devoción a Su Corazón es un elemento central en la fe de la Iglesia.
En los dos puntos que nos faltan vamos a ver cómo los hombres correspondemos a este manantial de Gracias y Amor que brotan del Corazón de Cristo.
6. La ingratitud de los hombres
El sexto punto, es la palabra con la que Cristo resume esta respuesta de los hombres a Su entrega: ingratitud.
La misma ingratitud y el mismo rechazo con los que fue recibido en Belén, con los que fue tratado por muchos durante sus tres años de vida pública, la misma ingratitud con la que se pagaron sus enseñanzas y sus milagros; la misma respuesta de aquellos que le aclamaron el domingo de Ramos, y lo condenaron a muerte solo cinco días después.
Hoy, las burlas, los escupitajos, las traiciones, los insultos, los flagelos, las espinas y los clavos, los sigue recibiendo en Su Sacratísimo Corazón, especialmente a través de las irreverencias, la frialdad, el desprecio y los sacrilegios que se cometen contra Su Presencia en la Sagrada Eucaristía.
Si durante Su Vida mortal, fueron especialmente los sumos sacerdotes, escribas y fariseos del templo los que más se opusieron a Su misión salvífica, hasta el punto de arrastrar tras de sí al pueblo judío a condenar a muerte al Hijo de Dios.
Hoy son las almas consagradas a Dios, aquellos que deberían conducir a las almas a las fuentes de la Gracia: obispos, sacerdotes y religiosos, los que hieren con mayor fuerza el Corazón de Cristo, arrastrando tras de sí a los fieles a la pérdida de fe, a la irreverencia y al desprecio de lo sagrado.
Todo el que enseñe una devoción del Sagrado Corazón que no contemple las dolorosas ofensas que los hombres y, especialmente, las almas consagradas profieren ingratamente contra el Corazón de Cristo, estará enseñando una devoción falsa.
7. La Reparación
El séptimo punto nos debe hacer reflexionar sobre qué respuesta debemos dar ante esta ingratitud, aquellos que hacemos nuestras las palabras de Isaías 53, 5:
“Fue traspasado por nuestros pecados, quebrantado por nuestras culpas;
el castigo, causa de nuestra paz, cayó sobre él, y a través de sus llagas hemos sido curados.”
Aquellos que, como San Francisco de Asís, tenemos un pesar interno porque vemos que “el Amor no es amado”.
Aquellos que acogemos con dolor las palabras de la Santísima Virgen María en Fátima: “No ofendáis más a Dios que ya está muy ofendido.”
Aquellos que nos vemos mendigos y necesitados de Su Amor; que ansiamos beber del agua que quita la sed y es fuente para la vida eterna (Juan 4,14); los que queremos aprender a adorarLe en Espíritu y en Verdad (Juan 4,23) y queremos permanecer como la Santísima Virgen y San Juan, acompañándoLo y consolándoLo al pie de la Cruz.
Estos deseos, que han estado desde el principio en el corazón de los fieles, especialmente en la contemplación de Cristo en la Cruz y en la Adoración Eucarística, no han nacido de los sentimientos humanos, ni de la piedad popular, sino que son una manifestación del deseo del propio Dios.
Un deseo que ya fue Revelado desde Antiguo en las Escrituras, que fue manifestado por el propio Cristo en su vida mortal, que fue posteriormente predicado por los Apóstoles por todo el mundo, que ha sido recordado expresamente por Cristo a Santa Margarita María de Alacoque y a otros santos, y que ha sido enseñado por el magisterio los papas.
Este deseo tiene un nombre y un significado concreto que, por lo que acabamos de explicar, forma parte del depósito de la fe y no puede ser modificado.
El nombre es Reparación y su significado es el acto piadoso que se realiza para recompensar el acto injusto y de desamor contra el Amor y la Justicia de Dios.
Cada vez que pecamos, estamos cometiendo una ofensa infinita contra Dios, volvemos a crucificar a Cristo y traspasamos Su Corazón.
Un Corazón que Dios nos pide que reparemos; para ello nos conmueve para que contemplando esta injusticia infinita hagamos lo posible por reparar este amor que no es correspondido.
Suele decir Monseñor Munilla, obispo de Orihuela-Alicante (España), que el corazón no es de quien lo rompe, sino de Quien lo repara. Y esto que él lo aplica al corazón del hombre, que solo puede ser curado por Cristo, lo podemos aplicar también al Corazón de Cristo, que quiere ser Reparado y consolado por los hombres.
Por lo tanto, el que no repara el Corazón de Cristo, no puede “poseerlo”. La reparación es lo que nos abre la puerta al Corazón de Cristo y a Su Amor.
¿Cómo se ofende hoy a Cristo, cómo se hiere Su Corazón?
Lo acabamos de ver, principalmente en la Eucaristía, en Su Presencia Real en el Santísimo Sacramento del altar. Por lo tanto, la reparación debe estar principalmente dirigida a consolarLe en este Sacramento de Amor. Así se lo dijo el mismo Cristo a Santa Margarita María de Alacoque:
“Por esto te pido que se dedique el primer viernes después de la octava del santísimo Sacramento a una fiesta particular para honrar mi Corazón, comulgando este día y reparando su honor para expiar las injurias que ha recibido durante el tiempo que ha estado expuesto en los altares. Te prometo también que mi Corazón se dilatará para derramar con abundancia su divino amor sobre los que le rindan este honor, y los que procuren que le sea tributado (…)
“Yo te prometo, en el exceso de la misericordia de mi Corazón, que mi amor omnipotente concederá a todos los que comulguen los primeros viernes de mes, durante nueve meses consecutivos, la gracia de la penitencia final, y que no morirán en mi desgracia, ni sin recibir los Santos Sacramentos, asegurándoles mi asistencia en la hora postrera (…)
Igual que el sacrificio de Cristo en la Cruz es el remedio para redimir el pecado infinito de Adán y Eva; en esta comunión reparadora, Cristo se ofrece a sí mismo en el sacrificio del altar como remedio para reparar las ofensas infinitas que recibe Su Corazón.
Esta llamada a la reparación es personal a cada uno, de Corazón a corazón. El Señor nos suplica, igual que a Santa Margarita: “Al menos tú, ámame”, pero Dios no nos pide que reparemos únicamente por nuestros pecados sino también por los pecados del mundo, por los que Le ofenden, por los que Le desprecian, por los que no Lo aman. Así se lo enseñó el Ángel a los pastorcitos de Fátima:
“¡Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo! ¡Te pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan, no te aman!”
¿Cómo hay que reparar?
Es Dios mismo el que indica a cada persona cómo quiere ser reparado y es algo que tenemos que pedir en la oración. Estas formas pueden ser muy diversas: con oración, con ayunos, con sacrificios, sirviendo a los demás, con un ofrecimiento de la vida, con actos piadosos de amor y adoración, a través de enfermedades, etc.
Por eso no podemos despreciar o quitar importancia a ninguna forma de reparación, porque a nosotros nos resulte molesta, extrema, inútil, dolorosa o demasiado exigente. Tenemos los ejemplos de los santos que repararon en ocasiones con sacrificios heroicos y otros con el simple ofrecimiento de sus sufrimientos cotidianos.
Nuestra actitud debe ser la de ponernos en disposición de ofrecer aquello que Dios nos quiera pedir para reparar Su Corazón. Como dice el Salmo 51,17:
“Mi sacrificio, oh Dios, es el espíritu compungido; Tú no despreciarás, Señor, un corazón contrito y humillado.”
Y pedir como nos dice San Ignacio en los Ejercicios Espirituales:
“Que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos criados”
Así, a algunos les puede pedir como al joven rico que vivan desapegados de las cosas materiales (Mateo 19,16) y a otros como a Pedro, Santiago y Juan, que le acompañen en su agonía en Getsemaní, velando y orando los jueves por la noche, con la intención de reparar los pecados cometidos contra el Sagrado Corazón de Jesús.
Por lo tanto, no nos corresponde a nosotros decidir qué tipo de reparación nos gusta más, tenemos que ponernos a disposición de Dios para que Él nos manifieste de qué forma le es más grato que reparemos su Corazón.
Todo el que enseñe una devoción del Sagrado Corazón que no contemple la Reparación como correspondencia a las ofensas que recibe el Señor, enseña una devoción falsa.
Parte 2: Dilexit nos
Lo explicado hasta ahora nos lleva al pasado 24 de octubre de 2024, cuando el Vaticano difundió un nuevo documento, con el título “Dilexit Nos”, que ha sido traducido por “Nos amó”, en el que se exponen extensamente algunas reflexiones sobre la devoción al Sagrado Corazón de Jesús y se incorporan algunas “novedades”.
El objetivo, según indica el propio documento, es “proponer a toda la Iglesia un nuevo desarrollo sobre el amor de Cristo representado en su Corazón santo”.
Esto que puede sonar muy bien nos hace preguntarnos qué o quién es lo que ha promovido la necesidad de añadir algo nuevo a esta devoción. Hasta ahora, las novedades han sido siempre por iniciativa de Dios, que a lo largo de la historia y, a través de Sus instrumentos, ha ido iluminando distintos aspectos de esta devoción que ya estaban presentes en la Revelación.
Ahora parece que se añaden novedades por iniciativa humana, porque como vamos a ver a continuación, se introducen elementos que no son propios de esta devoción y se cambia el sentido y el significado de algunas de sus características fundamentales.
Aunque se ha dicho que es un documento sobre el “Sagrado Corazón de Jesús”, la verdad es que esta frase literal solo aparece una sola vez en un documento con más de 27.000 palabras. Sí aparecen formulaciones derivadas o parecidas, pero cuyo significado no siempre es necesariamente el mismo.
Así, el subtítulo del documento nos dice que trata “sobre el amor humano y divino del Corazón de Jesucristo”. Parece lo mismo, ¿pero es realmente lo mismo?
Si leemos el documento entre líneas y vemos las numerosas referencias y citas de la Biblia, de los santos y los papas que se utilizan podría parecer que sí, que es lo mismo. Pero si entramos en detalle, vemos que esas mismas citas están muchas veces cortadas, sacadas de contexto y utilizadas de forma diferente a la intención de quienes las dijeron.
Tracemos una analogía: veamos la devoción al Sagrado Corazón como si fuera un puzzle cuyas piezas están todas presentes en las Sagradas Escrituras, pero no están ordenadas. A lo largo de la historia, gracias a las aportaciones de los Apóstoles, de los Santos Padres, de los Santos, de los Místicos, de los Doctores de la Iglesia y de los Papas, la Iglesia ha ido descubriendo todas las piezas y configurando ese puzzle del que ya conocíamos algunas partes, pero del que todavía no se conocía la imagen completa.
Gracias a las Revelaciones a Santa Margarita María y a otros Santos, el Señor mismo nos ha mostrado la imagen final del puzzle. Las revelaciones no añaden nada nuevo, únicamente son una ayuda para poner cada pieza en su lugar y poder completar la imagen.
Ahora en este puzzle que lleva 2.000 años montándose, se pretende hacer caso omiso a la imagen revelada por Cristo y quitar algunas piezas que no gustan para sustituirlas por otras que no solo no encajan en el conjunto, sino que se utilizan para tapar algunas partes fundamentales que ahora no interesa que se conozcan.
El resultado es una imagen que se parece a la original pero que desdibuja el significado de esta devoción.
Muchos han acogido con alegría y entusiasmo este documento, probablemente centrándose en lo que ya era conocido de la devoción. Cuando se lee lo que han dicho los santos sobre el Corazón de Cristo, el alma y el corazón se inflaman, porque son palabras inspiradas por Dios. Pero cuando se leen las partes que se han añadido de forma forzada, este ardor se desinfla y se vuelve algo vano y mundano.
Nos ha ocurrido como al apóstol de Apocalipsis 10,8 que, al tragarse el libro, en la boca era dulce como la miel, pero habiéndolo comido, las entrañas se quedan llenas de amargura.
Dice el Papa León XIII en la encíclica Satis Cognitum que “nada es más peligroso que esos heterodoxos que, conservando en lo demás la integridad de la doctrina, con una sola palabra, como gota de veneno, corrompen la pureza y sencillez de la fe que hemos recibido de la tradición dominical, después apostólica.”
Esa misma sensación es la que experimentamos al leer el documento: lo bueno es lo que la Iglesia ha enseñado siempre sobre el Sagrado Corazón y se utiliza para camuflar lo malo, lo que se quiere introducir como novedad que nos desvía del mensaje central de esta devoción y lo corrompe.
Para ello, utiliza un estilo que ya nos es familiar porque es similar al de otros documentos que ya hemos analizado, como las Nuevas reglas de discernimiento sobre las apariciones marianas o los documentos del Sínodo de la Sinodalidad. Un estilo lleno de ambigüedades, que mezcla elementos inconexos, que se pierde en circunloquios, que pretende convencer no con la fuerza de la Verdad, sino utilizando recursos que tratan de ser poéticos o literarios para apelar a las emociones y los razonamientos humanos.
Para que todo esto que estamos afirmando no quede en una mera impresión subjetiva, vamos a ver concretamente a qué nos referimos.
Origen humano de la devoción
El primero de los puntos que queremos analizar se refiere a cómo se presenta el origen de la devoción. Comienza el documento afirmando que “para expresar el amor de Jesucristo suele usarse el símbolo del corazón” y a continuación se hace una amplia exposición de la simbología y el significado del “corazón”, desde el punto de vista antropológico, desde la experiencia puramente humana:
“Quién soy realmente, qué busco, qué sentido quiero que tengan mi vida, mis elecciones o mis acciones; por qué y para qué estoy en este mundo, cómo querré valorar mi existencia cuando llegue a su final, qué significado quisiera que tenga todo lo que vivo, quién quiero ser frente a los demás, quién soy frente a Dios. Estas preguntas me llevan a mi corazón”
Esta perspectiva parte de un elemento subjetivo que es peligroso, porque la noción simbólica de “corazón” que tiene cada persona puede ser distinta en cada persona, en cada cultura y en cada momento de la historia. Dice el documento que:
“Hay una experiencia humana universal que vuelve única esta imagen. Porque es indudable que a lo largo de la historia y en diversas partes del mundo el corazón se ha convertido en símbolo de la intimidad más personal y también de los afectos, las emociones, la capacidad de amar.”
Si pretendemos entender la devoción al Sagrado Corazón desde la experiencia humana podría dar como resultado una variedad infinita de posibles devociones, llegando incluso a ser contradictorias entre sí.
Esto es especialmente peligroso, en una sociedad como la actual, en la que el significado de las palabras y los símbolos son constantemente tergiversados, como cuando se habla de matrimonio homosexual, de muerte digna, de hamburguesas veganas, de médicos abortistas o se cambia el significado del arco iris (Génesis 9,13).
Lo que debemos entender por el Sagrado Corazón de Jesús no es algo subjetivo, que parte de los hombres, de su amor limitado y herido por el pecado o de los significados sociales de las cosas, sino que es algo objetivo, único y universal que ha sido revelado por Dios y por lo tanto solo puede tener un único sentido.
Este origen divino de la devoción vuelve a ser cuestionado cuando se afirma que de esa experiencia humana es de donde la Iglesia se ha inspirado para representar el Corazón de Cristo:
“Entonces se comprende que la Iglesia haya elegido la imagen del corazón para representar el amor humano y divino de Jesucristo y el núcleo más íntimo de su persona.”
Según esto, ya no es Cristo mismo el que nos muestra Su Corazón herido por los pecados del hombre, sino que es algo “construido” o “inventado” por la Iglesia partiendo de la experiencia humana.
Esto una inversión del sentido de esta devoción y atenta contra uno de sus elementos fundamentales: el origen y la iniciativa divina. No es el hombre el que desde su experiencia y raciocinio representa el amor de Dios, sino que es Dios mismo el que utilizando símbolos humanos nos lo ha revelado.
Dios nos lo ha revelado en las Sagradas Escrituras, especialmente en el Evangelio. Nos lo ha revelado a través de la Tradición apostólica, que han recogido los Santos Padres, los doctores de la Iglesia y los Papas. Y nos ha ayudado a profundizarlo y descubrirlo en plenitud a través de los místicos, quienes sin añadir nada nuevo a la Revelación, han sido escogidos y capacitados por Dios para recibir y transmitir del mismo Cristo, los secretos de Su amor por los hombres.
No se trata, por tanto, de una devoción fruto de la experiencia del amor humano, y por ello las aportaciones al tema que se recogen en el documento de autores como Homero, Heidegger, Dante o Dostoyevski, por muy bonitas, poéticas y profundas que sean, están llenas de defectos humanos y quedan en nada, sin valor, cuando se ponen al mismo nivel que cuando los apóstoles o los santos hablan del amor de Dios.
Esta racionalización del Corazón de Jesús es como querer meter un inmenso mar en la concha de un Niño que juega en la arena. No podemos reducirlo a nuestro entendimiento, porque Dios es infinito y también Su amor; no podemos reducirlo o limitarlo a una dimensión humana. El documento se expresa desde un punto de vista emocional, racional, incluso espiritual, pero desde la dimensión humana y no sobrenatural.
Hablar del Corazón de Cristo sin partir de Sus mismas palabras no tiene sentido y solo puede ser fruto de una tergiversación humana. Solo se puede hablar del Corazón de Cristo, desde aquello que el mismo Cristo nos ha desvelado, no desde nuestra experiencia humana, limitada y deformada por el pecado.
El hombre centro de la devoción: los pobres y descartados
Si el origen divino queda difuminado en la exposición que hace el texto, el núcleo de la devoción también sufre un cambio sustancial. Si al principio hemos dicho que el centro de la devoción es Cristo, en Quien debemos tener fijos los ojos, según el documento tenemos que hacer un ejercicio de introspección para profundizar en nuestro propio misterio personal:
“Cuando cada uno reflexiona, busca, medita sobre su propio ser y su identidad, o analiza las cuestiones más elevadas; cuando piensa acerca del sentido de su vida e incluso si busca a Dios, aun cuando experimente el gusto de haber vislumbrado algo de la verdad, eso necesita encontrar su culminación en el amor. Amando, la persona siente que sabe por qué y para qué vive. Así todo confluye en un estado de conexión y de armonía. Por eso, frente al propio misterio personal, quizás la pregunta más decisiva que cada uno podría hacerse es: ¿tengo corazón?”
Dice San Juan en el capítulo 19,37 que, con la herida del costado abierto de Cristo en la Cruz, se cumplió la profecía que dice: “Volverán los ojos hacia Aquel a quien traspasaron”. Así se lo pide el mismo Cristo a Santa Margarita María: “He aquí este Corazón”, es decir, “mira Este corazón”. No nos dice que miremos nuestro corazón, sino el Suyo.
El que ama sin conocer a Dios y sin haberse sentido amado por Él solo puede aspirar a amar desde un amor mundano. Un amor mundano que por muchas emociones que pueda experimentar, si no está configurado según el Corazón de Cristo, no es más que un corazón de piedra, un corazón lleno de inmundicias e idolatrías que el Señor nos quiere purificar para cambiar por un corazón de carne, de Su carne. Entre corazones mundanos es imposible que confluya un estado de conexión y armonía, no al menos en conexión y armonía con Dios.
Además, se le da al corazón humano un sentido que va más allá del aspecto biológico, simbólico o espiritual. Se describe como algo diferente y superior al cuerpo y al alma, algo esotérico o sincrético:
“Ese núcleo de cada ser humano, su centro más íntimo, no es el núcleo del alma sino de toda la persona en su identidad única que es anímica y corpórea.”
Y se añade:
“Todo se unifica en el corazón, que puede ser la sede del amor con la totalidad de sus componentes espirituales, anímicos y también físicos.”
El Catecismo (nº 362 y siguientes) nos enseña que el hombre está formado por la unidad del cuerpo y el alma. En sentido figurado admite la acepción de corazón como “lo más profundo del ser” (nº 368), pero no como una entidad metafísica independiente del cuerpo y del alma. Por lo tanto, este concepto de corazón no tiene nada que ver con la religión católica y coquetea con conceptos provenientes del budismo y de otras religiones orientales.
Cuando se pone en el centro al hombre, las heridas que hay que reparar no son las ofensas a Cristo que provocan nuestros pecados, sino los problemas sociales que nos afectan. Así se citan de forma inconexa: la superficialidad del mundo, las guerras, la inteligencia artificial, el medio ambiente, etc.
“En el tiempo de la inteligencia artificial no podemos olvidar que para salvar lo humano hacen falta la poesía y el amor.”
Son estos nuevos pecados los que hay que reparar, no los que dañan al Corazón de Cristo, sino los que dañan al Corazón del mundo.
Quitando a Cristo del centro, se pone en su lugar al hombre y para que no se note el cambio, lo justifican diciendo que hay que poner en el centro al pobre, al descartado y al excluido, porque son imagen de Cristo. Todo ello lo argumentan con las palabras de Mateo 25,40 e insinuando que ese es el verdadero sentido que se extrae del Evangelio:
“Necesitamos volver a la Palabra de Dios para reconocer que la mejor respuesta al amor de su Corazón es el amor a los hermanos, no hay mayor gesto que podamos ofrecerle para devolver amor por amor. La Palabra de Dios lo dice con total claridad: «Cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo»
“Él te propone que lo encuentres también allí, en cada hermano y en cada hermana, especialmente en los más pobres, despreciados y abandonados de la sociedad. ¡Qué hermoso encuentro!”
Se nos dice que estemos únicamente pendientes de los pobres y los excluidos y que busquemos en ellos a Cristo y esto está bien, pero si no conocemos primero cómo es Cristo y cómo es Su amor por nosotros, puede que terminemos idolatrando a los pobres y dándoles a ellos el culto y el amor que solo debemos dar a Cristo.
Esto mismo es lo que nos narra Juan en el capítulo 12, cuando estando Cristo en Betania, sentado a la mesa, María rompió un frasco de un perfume carísimo y ungió con él los pies de Jesús y los enjugó con su pelo. Nos narra el evangelista cómo Judas se acuerda entonces de los pobres de forma hipócrita, pues lo que en realidad quería era quedarse él con el dinero del perfume.
De la misma forma, hoy muchos en la Iglesia invocan a los pobres y los ponen en el centro como prioridad y como opción preferencial, pero lo que les mueve no es la caridad, sino el desviar la atención y el culto debido a Cristo, para poner en Su lugar al hombre. A estos, las palabras de Jesús a Judas les siguen interpelando: “A los pobres los tenéis siempre con vosotros, mas a Mí no siempre me tenéis”
El hombre fin de la devoción
Si el origen es el hombre y el centro es el hombre, indefectiblemente el fin también será el hombre. Así se muestra también en el documento cuando los objetivos que se persiguen con esta nueva devoción son totalmente mundanos y están relacionados con el bienestar terrenal, muy alejados de los frutos espirituales que se obtienen de la verdadera devoción al Corazón de Cristo. Así, podemos leer:
«Tenemos todos que cambiar nuestros corazones, con los ojos puestos en el orbe entero y en aquellos trabajos que todos juntos podemos llevar a cabo para que nuestra generación mejore».
«El ser humano por su interioridad es, en efecto, superior al universo entero; a esta profunda interioridad retorna cuando entra dentro de su corazón, donde Dios le aguarda, escrutador de los corazones, y donde él personalmente, bajo la mirada de Dios, decide su propio destino»
“Esto no significa confiar excesivamente en nosotros mismos. Tengamos cuidado: advirtamos que nuestro corazón no es autosuficiente; es frágil y está herido. Tiene una dignidad ontológica, pero al mismo tiempo debe buscar una vida más digna.”
¿En qué lugar queda Cristo en esta perspectiva que solo se centra en el hombre, en un concepto sobredimensionado de su dignidad y en una exaltación de la interioridad humana? Cristo aparece, pero adquiere un carácter panteísta, que se manifiesta en el progreso de la humanidad y de la creación, hacia un todo absoluto, que llaman “dios”:
“Todas las criaturas «avanzan, junto con nosotros y a través de nosotros, hacia el término común, que es Dios, en una plenitud trascendente donde Cristo resucitado abraza e ilumina todo»”
Se habla aquí de Cristo, pero no como Dios encarnado y segunda persona de la Trinidad, sino como humanidad divinizada, que se eleva hasta convertirse en dios. Este es un concepto masónico y gnóstico, que aparece en varias ocasiones del documento, especialmente cuando se habla del Corazón de Cristo como “el corazón del mundo”.
“Este Corazón sagrado es el principio unificador de la realidad, porque «Cristo es el corazón del mundo”
Profundizaremos sobre ello más adelante.
El amor humano y divino de Cristo
El siguiente aspecto que queremos comentar está relacionado con la insistencia que observamos en el texto en diferenciar entre el amor humano y el amor divino de Cristo, como si cada uno de ellos fuera una entidad independiente de la otra.
Pío XII, partiendo de las enseñanzas de Santo Tomás, no identifica dos tipos de amor en Cristo, sino tres: el amor divino, el amor espiritual y el amor sensible, siendo el amor divino el preeminente:
“Estos amores no se deben considerar sencillamente como coexistentes en la adorable Persona del Redentor divino, sino también como unidos entre sí por vínculo natural, en cuanto que al amor divino están subordinados el humano espiritual y el sensible, los cuales dos son una representación analógica de aquél.”
En cambio, en el documento parece que se da una preeminencia al amor humano de Cristo:
“Si todavía hoy el corazón se percibe en el sentir popular como el centro afectivo de cada ser humano, es lo que mejor puede significar el amor divino de Cristo unido para siempre y de modo inseparable a su amor íntegramente humano.”
Cuando Cristo hace actos de amor “humano” no los hace con los defectos humanos, sino con la perfección divina. Lo divino es superior y perfecciona lo inferior, lo humano. Por lo tanto, el amor humano de Cristo no puede definir o significar su amor divino. Dice el documento:
“Su corazón no es entonces un símbolo físico que sólo expresa una realidad meramente espiritual o separada de la materia. La mirada dirigida al Corazón del Señor contempla una realidad física, su carne humana, que hace posible que Cristo tenga emociones y sentimientos bien humanos, como nosotros, aunque plenamente transformados por su amor divino.”
Vemos aquí de nuevo cómo se hace una distinción entre la realidad física y espiritual del Corazón de Cristo, tratando de dar una mayor importancia a lo humano, los sentimientos y emociones, que son elevados o transformados en divinos. De nuevo partimos de lo humano, de lo físico, que es transformado a la categoría divina. Esto es distinto a lo que enseña Pío XII que, identificando los aspectos humanos y divinos, manifiesta que están perfectamente unidos entre sí y con la Trinidad, por lo que expresa que es lo divino, lo eterno, lo que se encarna y no al revés.
“Por consiguiente, no hay duda de que el Corazón de Cristo, unido hipostáticamente a la Persona divina del Verbo, palpitó de amor y de todo otro afecto sensible; mas estos sentimientos estaban tan conformes y tan en armonía con su voluntad de hombre esencialmente plena de caridad divina, y con el mismo amor divino que el Hijo tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo, que entre estos tres amores jamás hubo falta de acuerdo y armonía”
Esta primacía de lo divino frente a lo humano está expresada también en el Catecismo de la Iglesia Católica en el punto 475 cuando habla sobre las dos voluntades (humana y divina) de Cristo:
“(…) El Verbo hecho carne, en su obediencia al Padre, ha querido humanamente todo lo que ha decidido divinamente con el Padre y el Espíritu Santo para nuestra salvación. La voluntad humana de Cristo «sigue a su voluntad divina sin hacerle resistencia ni oposición, sino todo lo contrario, estando subordinada a esta voluntad omnipotente«.”
Vemos un ejemplo claro de esto en Mateo 26, 39, cuando estando en Getsemaní, Jesús oraba así:
“Padre mío, si es posible, pase este cáliz lejos de Mí; mas no como Yo quiero, sino como Tú”
Al diferenciar e insistir tanto el documento en el amor humano y divino de Cristo, parece que se pretende encontrar una laguna en la devoción: como si todo lo que se hubiera revelado y enseñado hasta ahora perteneciera únicamente al amor divino de Cristo y fuera necesario descubrir y desarrollar la novedad del aspecto humano de esta devoción, que hasta ahora permanecía oculto. Esta es la principal trampa del documento.
La representación del Sagrado Corazón
Esta visión particular tiene importantes consecuencias que afectan directamente a la devoción. Porque si minimizamos el aspecto divino del Corazón de Cristo y lo entendemos como una representación de origen humano, fácilmente podemos reducirlo a un mero símbolo, a una imagen hecha con manos humanas, de modo que se nos podría acusar, como hacen los protestantes, de adorar estatuas e imágenes. Esto es lo que insinúa el documento:
“Veneramos esa imagen que lo representa, pero la adoración se dirige sólo a Cristo vivo, en su divinidad y en toda su humanidad, para dejarnos abrazar por su amor humano y divino”
“Cabe indicar que la imagen de Cristo con su corazón, aunque de ninguna manera es objeto de adoración, no es una entre tantas otras que podríamos elegir.”
En cambio, la Iglesia ha explicado perfectamente cómo en la devoción al Sagrado Corazón, precisamente por su origen divino, es imposible quedarse solo en la imagen sin que esta, por la fe, nos lleve directamente a la contemplación de Cristo. Recordemos que es Cristo mismo el que ha dicho “Mira este Corazón que tanto ha amado a los hombres”. Así lo expresaba Pío XII:
“Y así del elemento corpóreo —el Corazón de Jesucristo— y de su natural simbolismo, es legítimo y justo que, llevados en alas de la fe, nos elevemos no sólo a la contemplación de su amor sensible, sino más alto aún, hasta la consideración y adoración de su excelentísimo amor infundido, y, finalmente, en un vuelo sublime y dulce a un mismo tiempo, hasta la meditación y adoración del Amor divino del Verbo Encarnado.”
No es esto lo que expresa el documento, que habla de la imagen del Sagrado Corazón de Jesús como un dibujo con algunos elementos llamativos, pero que por sí solo no tiene mayor importancia.
“Pero, si bien el dibujo de un corazón con llamas de fuego puede ser un símbolo elocuente que nos recuerde el amor de Jesucristo, es conveniente que ese corazón sea parte de una imagen de Jesucristo. De ese modo es aún más significativo su llamado a una relación personal, de encuentro y de diálogo.”
Esta afirmación debería escandalizar a cualquier persona que sea devota del Sagrado Corazón de Jesús, porque es contraria a lo que la Iglesia ha enseñado y ha promovido sobre esta devoción. Si no es conveniente que se represente el Sagrado Corazón separado de una imagen de Jesucristo. ¿Qué ocurre con los detentes o Salvaguardia del Sagrado Corazón?
Los detentes son unos pequeños emblemas que se suelen llevar en el pecho y que tienen la imagen del Sagrado Corazón. Su origen está también en las apariciones a Santa Margarita María, como relató en una carta en 1686:
“Jesús desea que usted mande a hacer unas placas de cobre con la imagen de Su Sagrado Corazón para que todos aquellos que quisieran ofrecerle un homenaje las pongan en sus casas, y unas pequeñas para llevarlas puestas.”
Este pequeño escapulario, que llevaba la inscripción “Oh Corazón de Jesús, abismo de amor y misericordia, en ti confío”, fue el remedio que Dios dio a la Venerable Ana Magdalena Rémuzat para combatir una terrible plaga que asoló la ciudad de Marsella (Francia) en 1720.
Se cuenta también que entre los regalos que el Papa Benedicto XIV le hizo a la mujer de Luis XV por su matrimonio, se encontraban varios escudos del Sagrado Corazón, bordados en tela.
Fue también la imagen del Sagrado Corazón un elemento de protección y de manifestación pública de la fe de los católicos, durante la sangrienta persecución que se desató con la Revolución Francesa. Frente a la barbarie revolucionaria, un grupo de católicos en la región francesa de la Vendée, formó un pequeño ejército en defensa de la fe. No tenían uniforme militar pero sí un distintivo que les unía a todos: el emblema del Sagrado Corazón de Jesús bordado en rojo, con la inscripción “Dieu le Roi” (Jesucristo Rey), que llevaban en el pecho, en el sombrero o como bandera.
En otras situaciones de epidemia, como el brote de cólera de 1866, de guerra, como en la franco-prusiana de 1870, o de persecución, como en los años 30 del siglo XX en España o la Cristiada en México, el detente y la imagen del Sagrado Corazón han sido signos elocuentes de fe y protección para quienes los llevaron con devoción.
Cabe también señalar que el Papa Inocencio IX concedió indulgencia de 100 días para los fieles que lleven este emblema en el cuello y recen Padrenuestro, Avemaría y Gloria.
No es ajeno a la Revelación y a la tradición católica que un distintivo o emblema, por indicación directa del Cielo, se convierta en elemento de protección para quienes lo lleven con fe.
Así tenemos, por ejemplo, en Números 21,8 el pasaje en el que una plaga de serpientes diezma el campamento de los israelitas en su travesía por el desierto hacia la Tierra prometida. Entonces, Moisés rogó a Dios y este le dijo:
“Hazte una serpiente, y ponla en un asta; quienquiera que haya sido mordido y la mirare, vivirá.” Hizo, pues, Moisés una serpiente de bronce, y la puso sobre un asta, y quienquiera que mordido por una serpiente dirigía su mirada a la serpiente de bronce se curaba.”
Otro ejemplo, lo tenemos en los primeros siglos del cristianismo. Relata el historiador Lactancio que antes de la batalla entre los emperadores Constantino y Majencio por tener el control del imperio romano, Constantino invocó al Dios de los cristianos y vio en el Cielo una Cruz luminosa con las palabras “¡Con este signo vencerás!”. Por la noche tuvo un éxtasis en el que Cristo se le apareció y le indicó que pusiera en el escudo y en los estandartes de sus tropas una insignia con las iniciales del nombre de Cristo en griego. Él obedeció y resultó victorioso. Y gracias a esta victoria, los cristianos dejaron de ser perseguidos y martirizados por el imperio romano.
Estos son solo algunos ejemplos, pero son muchas las ocasiones en las que Dios ha querido canalizar su auxilio y su gracia a través de objetos materiales. Lo vemos más claramente en los sacramentales y nadie debería cuestionar o despreciar estas ayudas extraordinarias del Cielo. Porque el resultado de hacerlo es que no se conozcan, que se utilicen como amuletos o que ante una pandemia se termine confiando más en el gel hidroalcohólico.
Para el documento, la imagen del Sagrado Corazón no es un signo concreto que ha sido revelado y pedido por Cristo, sino que es una representación que algunos santos han difundido, fruto de la religiosidad popular, de sus propias experiencias subjetivas y de su vida espiritual. Por lo tanto, según el documento, puede haber muchas representaciones e interpretaciones distintas dentro de la misma devoción.
“Sabemos que a lo largo de la historia el culto al Corazón de Cristo no se manifestó de idéntica manera, y que los aspectos desarrollados en la modernidad, relacionados con diversas experiencias espirituales, no se pueden extrapolar a las formas medievales y menos aún a las formas bíblicas donde entrevemos semillas de este culto. No obstante, hoy la Iglesia no desprecia nada de todo lo bueno que el Espíritu Santo nos regaló a lo largo de los siglos, sabiendo que siempre será posible reconocer un significado más claro y pleno a ciertos detalles de la devoción, o comprender y desplegar nuevos aspectos de la misma.”
La idea que hay detrás de este razonamiento es que como esta devoción no es algo único, definido y concreto, sino algo subjetivo y amplio, que ha variado a lo largo de los siglos, ahora podemos inventarnos nuevas formas y desarrollos de la devoción.
Esta idea podría ser aceptable si Cristo mismo no le hubiera mostrado y definido a Santa Margarita María el verdadero y más eficaz significado del Sagrado Corazón. Así lo expresa claramente Pio XII con estas palabras:
“Es evidente, por lo tanto, cómo las revelaciones de que fue favorecida santa Margarita María ninguna nueva verdad añadieron a la doctrina católica. Su importancia consiste en que —al mostrar el Señor su Corazón Sacratísimo— de modo extraordinario y singular quiso atraer la consideración de los hombres a la contemplación y a la veneración del amor tan misericordioso de Dios al género humano. De hecho, mediante una manifestación tan excepcional, Jesucristo expresamente y en repetidas veces mostró su Corazón como el símbolo más apto para estimular a los hombres al conocimiento y a la estima de su amor; y al mismo tiempo lo constituyó como señal y prenda de su misericordia y de su gracia para las necesidades espirituales de la Iglesia en los tiempos modernos.”
El peligro de esta forma de ver las cosas desde la racionalidad, como hace el documento, omitiendo la acción directa de Dios, es que entonces podemos fácilmente extrapolarla a otras realidades de la fe y ver por ejemplo en el pan únicamente un símbolo y no el verdadero Cuerpo de Cristo; podemos ver los milagros que se narran en el Evangelio como simples actos de bondad y generosidad y no como signos de la fe en Cristo. Si quitamos lo sobrenatural, quitamos la fe.
En el documento todo lo sobrenatural se atribuye a experiencias personales de algunas personas y todo se trata de explicar desde lo natural, lo humano y lo terreno. Veamos tres ejemplos:
“Si es el centro íntimo de la totalidad de la persona, y por lo tanto una parte que representa al todo, podemos fácilmente desnaturalizarlo si lo contemplamos separadamente de la figura del Señor.”
“Esa imagen venerada de Cristo donde se destaca su corazón amante, tiene al mismo tiempo una mirada que llama al encuentro, al diálogo, a la confianza; tiene unas manos fuertes capaces de sostenernos; tiene una boca que nos dirige la palabra de un modo único y personalísimo.”
“Esa imagen del corazón nos habla de carne humana, de tierra, y por eso también nos habla de Dios que ha querido entrar en nuestra condición histórica, hacerse historia y compartir nuestro camino terreno. Una forma de devoción más abstracta o estilizada no será necesariamente más fiel al Evangelio, porque en este signo sensible y accesible se manifiesta el modo como Dios ha querido revelarse y volverse cercano.”
Otra vez más el aspecto humano por encima de lo divino. Se quita el sentido espiritual, que es el más auténtico, más pleno y más importante y se sustituye por un sentido humano del corazón que quizá puede servir para este mundo, pero no para la eternidad.
Leamos de nuevo a Pío XII para entender mejor cómo el único fin de esta devoción es nuestra salvación:
“Así, pues, el Corazón de nuestro Salvador en cierto modo refleja la imagen de la divina Persona del Verbo, y es imagen también de sus dos naturalezas, la humana y la divina; y así en él podemos considerar no sólo el símbolo, sino también, en cierto modo, la síntesis de todo el misterio de nuestra Redención.”
Por tanto, podemos decir que la imagen del Corazón de Jesús no es meramente una representación gráfica de valor simbólico, sino un verdadero camino espiritual para contemplar y adorar a Dios en espíritu y en verdad. Quien no lo entienda y no lo enseñe así, está difundiendo una devoción falsa.
A estas alturas ya podemos ver que la consecuencia más grave de la visión que ofrece el documento es que poco a poco se va cambiando todo el sentido de la devoción al Sagrado Corazón que hemos explicado al principio: ya no es sobre un Dios que ha amado a los hombres hasta el extremo y solo recibe ingratitud.
Ya no es una llamada a la conversión, a la reparación, a la contemplación del amor misericordioso de Cristo. Es otra cosa, es algo nuevo. Y para construir algo nuevo, el primer paso es destruir lo que había antes.
Vemos en el documento un claro patrón que se repite y que ya hemos denunciado en otras publicaciones anteriores, como en las nuevas Normas de evaluación de las apariciones marianas y en el caso concreto de Medjugorje. Este patrón es la desacreditación de los instrumentos de Dios: de los santos y místicos a quienes Dios se ha revelado sobrenaturalmente.
Esto se hace en repetidas ocasiones en el documento, atacando la credibilidad de los santos y poniendo en duda las manifestaciones sobrenaturales que recibieron. Veamos un ejemplo:
“Hay que recordar que las visiones o manifestaciones místicas narradas por algunos santos que propusieron con pasión la devoción al Corazón de Cristo no son algo que los creyentes estén obligados a creer como si fuera la Palabra de Dios. Son bellos estímulos que pueden motivar y hacer mucho bien, aunque nadie debe sentirse forzado a seguirlos si no constata que le ayudan en su camino espiritual. No obstante, es importante tener presente, como afirmaba Pío XII, que no puede decirse que este culto «deba su origen a revelaciones privadas».”
Esta forma de hablar utiliza una verdad: que las revelaciones privadas no forman parte del depósito de la fe, pero la usa para tratar de censurar algunos aspectos de la devoción que ya han sido consolidados por los papas en el magisterio de la Iglesia y que ya son inseparables de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Estos aspectos que todavía aparecen aquí velados son fundamentalmente los que tienen que ver con la reparación al Sagrado Corazón. Cuestionando el sentido de la reparación, destruyéndolo básicamente, es más fácil construir un nuevo significado, como explicaremos más adelante. Sobre las palabras de Pío XII ya hemos leído antes cómo afirma que las revelaciones privadas no añaden ninguna novedad a la doctrina católica, pero son importantes porque provienen del mismo Cristo. Estas son las palabras textuales de Pío XII:
“Por lo demás, es persuasión nuestra que el culto tributado al amor de Dios y de Jesucristo hacia el género humano, a través del símbolo augusto del Corazón traspasado del Redentor crucificado, jamás ha estado completamente ausente de la piedad de los fieles, aunque su manifestación clara y su admirable difusión en toda la Iglesia se haya realizado en tiempos no muy remotos de nosotros, sobre todo después que el Señor mismo reveló este divino misterio a algunos hijos suyos, y los eligió para mensajeros y heraldos suyos, luego de haberles colmado con abundancia de dones sobrenaturales.”
No se puede entender la devoción al Sagrado Corazón sin tener en cuenta a los místicos y santos que han recibido directamente de Dios, el sentido y significado de esta devoción, especialmente para estos tiempos en los que se ofende cada vez más y cada vez más gravemente a Dios.
En cambio, en el documento se plantean las revelaciones como ideas humanas y no divinas que han tenido los santos; se muestra a los místicos como personas que sintieron cosas en la oración y diseñaron con ellas una propuesta espiritual. Personas poco fiables, que no han sido capacitados por Dios con abundancia de dones sobrenaturales, como decía Pío XII, sino que contaminan la acción de Dios con sus propios deseos y opiniones:
“Eso no significa que nos sintamos obligados a aceptar o asumir todos los detalles de esa propuesta espiritual, donde, como suele ocurrir, se mezclan con la acción divina elementos humanos relacionados con los propios deseos, inquietudes e imágenes interiores.”
Este es el mismo argumento y el mismo trato que se dio a la figura de los videntes, como vimos en el caso de Medjugorje, a los que se les acusa de “meter” sus propios sentimientos, que no son lo divinos, como si no hubiesen sido capacitados por Dios para transmitir Su mensaje con absoluta fidelidad.
Precisamente, ese es el modus operandi habitual de Dios, de elegir a personas sencillas e ignorantes para manifestar Sus misterios. Así se lo desvela el propio Cristo a Santa Margarita María: «Te he elegido como un abismo de indignidad y de ignorancia, a fin de que sea todo obra mía».
Por tanto, no podemos despreciar la indignidad de los instrumentos porque han sido elegidos por ese mismo motivo por Dios. Al contrario, lo que deberíamos hacer es darLe las gracias precisamente por esa indignidad, como hizo el mismo Cristo:
“Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque encubres estas cosas a los sabios y a los prudentes, y las revelas a los pequeños. Así es, oh Padre, porque esto es lo que te agrada a Ti.”
Qué diferente de lo que se lee en el documento es la forma con la que la Iglesia se refiere a los santos y místicos. Tomemos de nuevo las palabras de Pío XII:
“Pero entre todos los promotores de esta excelsa devoción merece un puesto especial Santa Margarita María Alacoque, porque su celo, iluminado y ayudado por el de su director espiritual —el beato Claudio de la Colombiere—, consiguió que este culto, ya tan difundido, haya alcanzado el desarrollo que hoy suscita la admiración de los fieles cristianos, y que, por sus características de amor y reparación, se distingue de todas las demás formas de la piedad cristiana”.
Como comentamos en el caso de las apariciones marianas vemos aquí también una tergiversación de los mensajes que reciben los santos. Se hace una selección de aquellos mensajes que interesan y se ocultan los que no interesan. O todos son verdaderos y hay que tenerlos en cuenta o todos son falsos y hay que rechazarlos, pero no se puede coger solo lo que se acomoda al objetivo del documento que, como hemos dicho, es desarrollar un nuevo significado del concepto de reparación y ocultar u omitir todo aquello que podría obstaculizar ese objetivo.
Para ello, se recoge una gran cantidad de citas de los santos y los papas que solo muestran una parte de la devoción. Dice que:
“Lo fundamental es una declaración de amor que se destaca en la primera gran aparición”.
Vemos el ejemplo más claro de esto, cuando se omite la segunda parte del mensaje a Santa Margarita:
“Más importante que los detalles es el núcleo del mensaje que se nos transmite y que puede resumirse en aquellas palabras que santa Margarita escuchó: «He ahí este Corazón, que ha amado tanto a los hombres, que nada ha perdonado hasta agotarse y consumirse para demostrarles su amor».”
Nos quedamos con el “He ahí este Corazón, que ha amado tanto a los hombres” Y se omite y se ocultan los “detalles”, lo que no se considera fundamental: el sufrimiento que causamos al Corazón de Cristo con nuestra ingratitud y desprecio: “y en reconocimiento no recibo de la mayor parte sino ingratitud, ya por sus irreverencias y sus sacrilegios”.
Es como si cogemos la imagen del Corazón de Cristo y nos quedamos con el agua, que es fuente de amor y gracia y rechazamos la sangre derramada que nos habla del dolor, del sacrificio y nos mueve al arrepentimiento, a la conversión y a la reparación.
Este desequilibrio queda patente cuando en el documento aparecen 35 referencias sobre el “agua” y solo 9 sobre la “sangre”.
Se incluyen, además, numerosas referencias sobre los primeros cristianos, los Santos Padres, los santos como San Agustín o San Bernardo que aparecen citados en el documento para hablar con gran belleza y profundidad sobre el amor misericordioso de Dios. En cambio, se omiten aquellas otras citas que se refieren al costado herido y doloroso de Nuestro Señor, dando a entender que este aspecto de la devoción o no existía entonces o no era tan importante para ellos.
Sin embargo, cuando Dios nos actualiza a través de los místicos esa otra cara de la devoción que es la necesidad de la reparación y que ya estaba presente en las Escrituras, ya no podemos prescindir de ella, omitirla o esconderla sin que afecte a todo el sentido de la devoción.
Esta omisión interesada extirpa una parte fundamental sin la cual, la devoción no puede entenderse y vivirse en su plenitud y como Dios ha querido que la conozcamos. Cambiando el verdadero sentido de la reparación se cierra también la puerta a las gracias especiales que el Señor ha reservado para quienes consuelen y reparen Su Corazón, especialmente en la Eucaristía.
El Sagrado Corazón y la Eucaristía
Si al principio hemos dicho que la Eucaristía, ese sacramento de Amor, donde el Señor recibe irreverencias, sacrilegios, frialdad y desprecio, es un elemento inherente a la devoción al Sagrado Corazón y la principal fuente de reparación que pide el Señor, también esto parece incomodar en el documento vaticano y se le busca dar otro sentido, que se acomode mejor al nuevo significado de reparación que quieren imponer:
“La propuesta de la comunión eucarística los primeros viernes de cada mes, por ejemplo, era un fuerte mensaje en un momento en que mucha gente dejaba de comulgar porque no confiaba en el perdón divino, en su misericordia, y consideraba la comunión como una especie de premio para los perfectos.”
Los primeros viernes ya no es una comunión reparadora, sino una propuesta de comunión eucarística que responde a motivaciones, objetivos y escrúpulos humanos. El mismo antropocentrismo que nos proponen para aplicar esta práctica en la actualidad:
“Podemos afirmar que hoy también haría mucho bien por otra razón: porque en medio de la vorágine del mundo actual y de nuestra obsesión por el tiempo libre, el consumo y la distracción, los teléfonos y las redes sociales, olvidamos alimentar nuestra vida con la fuerza de la Eucaristía.”
Vemos también reflejado sutilmente el nuevo concepto de “comunión” que se quiere introducir y que ya comentamos en el vídeo sobre el Sínodo de la Sinodalidad. Un concepto que se aleja de Eucaristía como renovación del sacrificio incruento de Cristo en la Cruz, para pasar a ser simplemente un encuentro fraterno entre bautizados que no necesariamente comparten la misma fe y en el que la unidad está por encima de la Verdad. Así podemos leer:
“No se debería pensar en esta misión de comunicar a Cristo como si fuera solamente algo entre él y yo. Se vive en comunión con la propia comunidad y con la Iglesia. Si nos alejamos de la comunidad, también nos iremos alejando de Jesús. Si la olvidamos y no nos preocupamos por ella, nuestra amistad con Jesús se irá enfriando. Nunca se debería olvidar este secreto. El amor a los hermanos de la propia comunidad —religiosa, parroquial, diocesana, etc.— es como un combustible que alimenta nuestra relación de amigos con Jesús.
Esta identificación absoluta de Cristo con una colectividad humana no deja de sonar extraña: ¿qué pasa con los que viven su fe como ermitaños, como misioneros o en lugares de persecución, donde la comunidad no siempre es algo visible y tangible? ¿Dejan de ser miembros de la Iglesia o están alejados de Jesús por ello? ¿Qué hacer cuando en la comunidad hay personas que defienden posturas y doctrinas que son contrarias a la fe verdadera?, ¿debemos permanecer cerca de ellas y “caminar juntos”? ¿Es la fraternidad humana lo que alimenta nuestra relación con Jesús?
Vemos aquí ese nuevo sentido de comunión que se nos quiere imponer: el sacramento de la comunión ahora es el estar unidos, caminar juntos y amarnos todos fraternalmente.
Además de la Eucaristía, el otro aspecto fundamental de la devoción que hemos señalado al principio es la Cruz. En la contemplación del sacrificio cruento de Cristo en la Cruz, el Señor nos mueve a valorar el altísimo precio de nuestra Redención, de modo que pueda despertar en nuestros corazones verdaderos sentimientos de gratitud y de reparación. Así lo expresa San Pedro en su primera epístola, capítulo 1, versículo 19:
“Y si llamáis Padre a Aquel que, sin acepción de personas, juzga según la obra de cada uno, vivid en temor el tiempo de vuestra peregrinación, sabiendo que de vuestra vana manera de vivir, herencia de vuestros padres, fuisteis redimidos, no con cosas corruptibles, plata u oro, sino con la preciosa sangre de Cristo”
Esto en el documento aparece señalado, pero de nuevo como algo secundario, que no es fundamental en la devoción al Sagrado Corazón:
“Si bien en distintos momentos habla de los sufrimientos que soportó por nosotros y de la ingratitud que recibe, aquí no se destacan la sangre y las llagas sufrientes, sino la luz y el fuego del Viviente. Las heridas de la Pasión, que no desaparecen, quedan transfiguradas.”
Lo que se está afirmando es que como Cristo ya ha resucitado, las heridas ya no son importantes, son algo ya superado, ya no sangran, ya no duelen y por lo tanto, aunque sigan estando representadas en las imágenes, ya no hay que fijarse en ellas, porque son algo del pasado:
“La herida del costado, de donde brota el agua viva, sigue abierta en el Resucitado. Esa gran herida producida por la lanza, y las llagas de la corona de espinas que suelen aparecer en las representaciones del Sagrado Corazón, son inseparables de esta devoción. Porque en ella se contempla el amor de Jesucristo que fue capaz de entregarse hasta el fin. El corazón del Resucitado mantiene estas señales de la entrega total que implicó un intenso sufrimiento por nosotros. Por eso resulta de algún modo inevitable que el creyente desee reaccionar, no solamente frente a ese gran amor, sino también ante el dolor que Cristo aceptó soportar por tanto amor.”
Es como si hoy no se siguiera hiriendo el Corazón de Jesús, como si fuera algo del pasado. En cambio, lo que nos dice el Señor es que sus heridas son reales y siguen sangrando en la actualidad, especialmente por la ingratitud y el desprecio que recibe en el sacramento de la Eucaristía.
Esta perspectiva de la Cruz de Cristo como algo que ya no nos debe interpelar en la actualidad, se ve reflejado en otras partes del documento. En ellos, no solo se separa la reparación de la misericordia, del amor, de la confianza, de la unión con Cristo o de la esperanza, sino que se presenta la reparación como algo contrapuesto a todo ello, dando un sentido manipulado a las palabras de los santos y los místicos y reinterpretándolas:
“Si bien algunas de las expresiones de santa Margarita, mal entendidas, podían dar lugar a confiar demasiado en los propios sacrificios y ofrendas, san Claudio evidencia que la contemplación del Corazón de Cristo, si es auténtica, no provoca una complacencia en uno mismo o una vanagloria en experiencias o en esfuerzos humanos, sino un indescriptible abandono en Cristo que llena la vida de paz, de seguridad, de decisión.”
Rechazo de la reparación como lo enseña la Iglesia
Comienza aquí un metódico esfuerzo por contaminar lo que la Iglesia ha enseñado sobre la reparación, haciendo que cualquier esfuerzo de un fiel por consolar el Corazón de Cristo se convierta en voluntarismo, en autosatisfacción y en autocomplacencia y creando escrúpulos innecesarios. Según el documento, Santa Margarita María ayudó a:
“Evitar concentrar esta devoción en un aspecto dolorista, ya que algunos entendían la reparación como una suerte de primacía de los sacrificios o de los cumplimientos moralistas.”
Y continúa:
“En muchos de sus textos se advierte su lucha contra formas de espiritualidad demasiado centradas en el esfuerzo humano, en el mérito propio, en el ofrecimiento de sacrificios, en determinados cumplimientos para “ganarse el cielo”. Para ella, «el mérito no consiste en hacer mucho ni en dar mucho, sino más bien en recibir».”
Como hemos dicho al principio es Dios quien indica a cada alma cómo quiere ser reparado, por lo que no podemos entrar a juzgar si una forma es mejor que otra. Para algunos, la reparación puede ser vencer la pereza y levantarse cuando suena el despertador, para otros será ofrecer con amor el llanto de su bebé en medio de la noche, otros ofrecerán sus enfermedades y sufrimientos físicos, etc.
Todos ellos son sacrificios que Dios nos pide en nuestra vida, que nos ayudan no solo a ofrecer pequeños sacrificios de expiación, sino que nos sirven para purificarnos de nuestros apegos y pecados. Es cierto que Dios en ese esfuerzo puede premiarnos con consolaciones que nos lleven a amarle cada vez más y cada vez mejor.
Pero esto no nos tiene que llevar al desprecio de otras formas de reparación que pueden suponer un mayor esfuerzo o un dolor físico o incluso la entrega de la propia vida, como nos han enseñado los santos y mártires a lo largo de la historia. Estos actos de mortificación también pueden ser ofrecidos junto al resto de obras buenas y piadosas que podamos hacer, como nos enseña San Claudio de la Colombiere:
“Ofrezco a este Corazón todo el mérito, toda la satisfacción de todas las misas, de todas las oraciones, de todos los actos de mortificación, de todas las prácticas religiosas, de todos los actos de celo, de humildad, de obediencia y de todas las demás virtudes que practicare hasta el último instante de mi vida.”
Recordemos que no es el voluntarismo o la autocomplacencia lo que nos lleva a reparar el Corazón de Cristo, sino la contemplación de su sacrificio en la Cruz y el reconocimiento de cómo nuestros pecados son la causa de su sufrimiento. Este proceso lo recorremos los fieles interiormente cada vez que nos preparamos para la confesión:
- Examen de conciencia
- Dolor de los pecados
- Propósito de enmienda
- Decir los pecados al confesor
- Cumplir la penitencia
Estas condiciones que son necesarias para poder recibir el sacramento válidamente, ya nos exigen tres aspectos que están íntimamente relacionados con la reparación: el sentir contrición, el deseo de corregir y la expiación.
Hoy en cambio, en línea con el rechazo a la reparación que muestra el documento, se nos dice que Dios lo perdona todo y siempre, que los sacerdotes no deben examinar si se cumplen todas las condiciones y que hay que dar la absolución, aunque no haya arrepentimiento, contrición o deseo en enmienda.
A quienes no actúan así, se les acusa en el documento de “querer controlar la misericordia y la gracia”:
“Las mentes eticistas, que pretenden llevar un control de la misericordia y de la gracia (…) quitan de la espiritualidad de santa Teresa del Niño Jesús su hermosa novedad que refleja el corazón del Evangelio. Lamentablemente, se ha vuelto frecuente en algunos círculos cristianos este intento de encerrar al Espíritu Santo en un esquema que les permita tener todo bajo su supervisión. Sin embargo, esta sabia doctora de la Iglesia les tapa la boca, y contradice directamente esa interpretación reductiva con estas palabras tan claras: «aunque hubiera cometido todos los crímenes posibles, seguiría teniendo la misma confianza; sé que toda esa multitud de ofensas sería como una gota de agua arrojada en una hoguera encendida»”
No se puede mezclar la misericordia infinita de Dios que puede perdonar cualquier pecado, con la indiferencia hacia el pecado. Si el amor de Dios no nos lleva a la conversión y a la reparación, sino únicamente a sentirnos bien con nosotros mismos o a sentirnos justificados con nuestra vida de pecado, ese amor no viene de Dios. Es precisamente en la confesión y en la vida de gracia donde experimentamos esa hoguera encendida de misericordia de la que habla Santa Teresita y no en lo que expresa el documento.
No se puede entrar en el Corazón de Cristo cargados de pecados, por eso no todos, todos, todos pueden entrar en Él. Así lo dice el propio san Claudio de la Colombiere en su Fórmula de la entrega:
“En reparación de tantos ultrajes y de tan crueles ingratitudes, oh adorabilísimo y amabilísimo Corazón de mi amable Jesús, y para evitar en cuanto de mí dependa el caer en semejante desgracia, yo os ofrezco mi corazón con todos los sentimientos de que es capaz; yo me entrego enteramente a Vos. Y desde este momento protesto sinceramente que deseo olvidarme de mí mismo y de todo lo que pueda tener relación conmigo para remover el obstáculo que pudiera impedirme la entrada en ese divino Corazón que tenéis la bondad de abrirme y donde deseo entrar para vivir y morir en él con vuestros más fieles siervos, penetrado enteramente y abrasado de vuestro amor.”
Es por tanto la reparación, tal y como lo ha entendido y enseñado siempre la Iglesia Católica lo que nos abre la puerta al Corazón de Cristo y a Su amor. Pero esto no es lo que enseña el documento, que afirma que esta reparación no es pedida por Cristo, no está en sintonía con el Evangelio y no es una forma de corresponder a Su amor:
“El pedido de Jesús es amor. Cuando el corazón creyente lo descubre, la respuesta que brota espontáneamente no consiste en una pesada búsqueda de sacrificios o en el mero cumplimiento de un pesado deber, es cuestión de amor”
“Todo lo dicho nos permite comprender, a la luz de la Palabra de Dios, cuál es el sentido que debemos dar a la “reparación” que se ofrece al Corazón de Cristo, qué es lo que realmente el Señor espera que reparemos con la ayuda de su gracia (…) para orientarnos a los cristianos de hoy hacia un espíritu de reparación en mayor sintonía con el Evangelio.”
¿Y cuál es este espíritu de reparación tan perfecto que nos propone el texto? Lo explicaremos un poco más adelante.
Pero antes queremos señalar otro aspecto que también es tergiversado en el documento y es el concepto caricaturesco que se ofrece de la Justicia divina.
La justicia divina y las formas extremas de reparación:
Decimos caricaturesco porque plantea un Dios enfurecido que lanza rayos por los ojos y fieles haciendo “actos extremos” de reparación para aplacar su ira. Esta parodia del verdadero sentido de reparación y expiación pretende de nuevo contraponer dos aspectos que son inseparables y equilibrados: la misericordia y la justicia de Dios. Para ello, vuelve a manipular las citas de los Santos:
“Santa Teresa del Niño Jesús sabía que algunas personas habían desarrollado una forma extrema de reparación, con la buena voluntad de entregarse por los demás, que consistía en ofrecerse como una especie de “pararrayos” de manera que la justicia divina se realizara: «Pensaba en las almas que se ofrecen como víctimas a la justicia de Dios para desviar y atraer sobre sí mismas los castigos reservados a los culpables». Pero, por más admirable que esa ofrenda pudiera parecer, a ella no le convencía demasiado: «Yo estaba lejos de sentirme inclinada a hacerla». Esta insistencia en la justicia divina finalmente inducía a pensar que el sacrificio de Cristo era incompleto o parcialmente eficaz, o que su misericordia no era suficientemente intensa.”
“Con su intuición espiritual santa Teresa del Niño Jesús descubrió que hay otra forma de ofrendarse a sí mismo, donde no hay necesidad de saciar la justicia divina sino de permitir al amor infinito del Señor difundirse sin obstáculos: «¡Oh, Dios mío!, tu amor despreciado ¿tendrá que quedarse encerrado en tu corazón? Creo que, si encontraras almas que se ofreciesen como víctimas de holocausto a tu amor, las consumirías rápidamente. Creo que te sentirías feliz si no tuvieses que reprimir las oleadas de infinita ternura que hay en ti»”
Es inconcebible que Santa Teresa viera a las almas reparadoras como “pararrayos” de la justicia divina, cuando ella misma se ofreció como víctima de holocausto al amor misericordioso. ¿No es la ingratitud, el amor no correspondido y despreciado el que “obliga” a Dios en justicia a reprimir las oleadas de Su infinita ternura? ¿No es el ofrecimiento en reparación por nuestros pecados y los del mundo los que mantienen abiertas las puertas de Su misericordia?
Dice el documento que no, que no son nuestros pecados y ofensas a Dios los que impiden que se derrame plenamente Su Amor en nosotros, sino el rechazo de nuestra libertad:
“No hay nada que agregar al único sacrificio redentor de Cristo, pero es verdad que el rechazo de nuestra libertad no le permite al Corazón de Cristo dilatar en este mundo sus «oleadas de infinita ternura». Y esto es así porque el mismo Señor quiere respetar esta posibilidad. Eso, más que la justicia divina, es lo que inquietaba el corazón de santa Teresa del Niño Jesús, ya que para ella la justicia sólo se comprende a la luz del amor. Vimos que ella adoraba todas las perfecciones divinas a través de la misericordia, y así las veía transfiguradas, radiantes de amor. Decía: «Incluso la justicia (y quizás ésta más aún que todas las demás) me parece revestida de amor».”
En primer lugar, dice que “no hay que agregar nada al único sacrificio redentor de Cristo”, pero para poder hacernos merecedores de esa Redención, debemos seguirle “negándonos a nosotros mismos y cargando nuestra Cruz” (Mateo 16,24). Esto a nivel individual pero también como Iglesia “solo entraremos en la gloria del Reino a través de la última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección” (Catecismo 677). Esta necesidad de completar las tribulaciones de Cristo en nuestra carne es lo que explica San Pablo en Colosenses 1,24:
“Ahora me gozo en los padecimientos a causa de vosotros, y lo que en mi carne falta de las tribulaciones de Cristo, lo cumplo en favor del Cuerpo Suyo, que es la Iglesia.”
El Amor de Dios comprende Su misericordia y también Su justicia como algo indivisible. No se puede separar la misericordia de la justicia y Santa Teresita no las separa ni las contrapone. Veamos otra manipulación en el documento:
“Así nace su acto de ofrenda, no a la justicia divina, sino al Amor misericordioso: «Me ofrezco como víctima de holocausto a tu Amor misericordioso, y te suplico que me consumas sin cesar, haciendo que se desborden sobre mi alma las olas de ternura infinita que se encierran en ti, y que de esa manera llegue yo a ser mártir de tu amor, Dios mío».
Si tomamos ese mismo acto de ofrenda vemos cómo la justicia divina y el deseo de reparación también están presentes:
“Quisiera consolaros de la ingratitud de los malos y os suplico que me quitéis la libertad de ofenderos; si por debilidad, caigo alguna vez, que inmediatamente vuestra divina mirada purifique mi alma, consumiendo todas mis imperfecciones, como el fuego, que transforma todas las cosas en sí mismo…
Os doy gracias, ¡Dios mío!, por todos los favores que me habéis concedido, en particular por haberme hecho pasar por el crisol del sufrimiento. Os contemplaré con gozo el último día, cuando llevéis el cetro de la cruz. Y ya que os habéis dignado hacerme participar de esta preciosa cruz, espero parecerme a vos en el cielo y ver brillar sobre mi cuerpo glorificado las sagradas llagas de vuestra Pasión…”
“A la tarde de esta vida, me presentaré delante de vos con las manos vacías, pues no os pido, Señor, que tengáis en cuenta mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas ante vuestros ojos. Quiero, por tanto, revestirme de vuestra propia Justicia, y recibir de vuestro amor la posesión eterna de vos mismo.”
Terminamos este bloque de nuevo con las palabras de Pío XII que aportan la claridad del magisterio de la Iglesia, frente a las desviaciones que propone el documento:
“Por lo tanto, el Divino Redentor, en su cualidad de legítimo y perfecto Mediador nuestro, al haber conciliado bajo el estímulo de su caridad ardentísima hacia nosotros los deberes y obligaciones del género humano con los derechos de Dios, ha sido, sin duda, el autor de aquella maravillosa reconciliación entre la divina justicia y la divina misericordia, que constituye esencialmente el misterio trascendente de nuestra salvación.”
Y también:
“Muy a propósito dice el Doctor Angélico: «Conviene observar que la liberación del hombre, mediante la pasión de Cristo, fue conveniente tanto a su justicia como a su misericordia. Ante todo, a la justicia; porque con su pasión Cristo satisfizo por la culpa del género humano, y, por consiguiente, por la justicia de Cristo el hombre fue libertado. Y, en segundo lugar, a la misericordia; porque, no siéndole posible al hombre satisfacer por el pecado, que manchaba a toda la naturaleza humana, Dios le dio un Redentor en la persona de su Hijo».”
¿El Corazón de Cristo o el Corazón del mundo?
Lo que hemos visto hasta ahora es cómo el documento trata de romper el perfecto equilibro que hay entre el amor humano y divino de Cristo, entre la misericordia y la justicia de Dios, entre el agua y la sangre que brotan del Sacratísimo Corazón y siempre en una misma línea que desprecia una de las partes y sobredimensiona la otra.
Todo esto desfigura el sentido de la devoción y la convierte en algo distinto. Una de las novedades que introduce y desarrolla el texto sobre esta devoción es un nuevo concepto de reparación.
Ya hemos visto cómo antes de construir ese nuevo sentido, previamente han demolido lo que la Iglesia había enseñado al respecto. Y sobre estas ruinas, la piedra angular sobre la que van a levantar la nueva devoción es de nuevo el hombre.
Para ello, el engaño es claro: llevar tan al extremo la separación entre la humanidad y la divinidad de Cristo, que parezca que todo lo que se creía hasta ahora sobre el Sagrado Corazón estaba orientado a la divinidad del Señor y que todavía no se ha desarrollado el culto y la reparación a la humanidad de Cristo. Leamos el documento:
“Finalmente, para comprender esta devoción en toda su riqueza, es necesario agregar, retomando lo que hemos dicho sobre su dimensión trinitaria, que la reparación de Cristo como ser humano se ofrece al Padre por obra del Espíritu Santo en nosotros.”
Este concepto de Cristo separado de Su divinidad no se refiere a Dios hecho hombre, sino al conjunto de la humanidad divinizada, el hombre convertido en Dios. Así, el corazón de Cristo es en realidad el corazón del mundo, la unión de todos los hombres fraternalmente, cuyas relaciones es necesario reparar para lograr ese estado de conexión y armonía, que hemos mencionado antes. Continúa el texto:
“¿Qué culto sería para Cristo si nos conformáramos con una relación individual sin interés por ayudar a los demás a sufrir menos y a vivir mejor? ¿Acaso podrá agradar al Corazón que tanto amó que nos quedemos en una experiencia religiosa íntima, sin consecuencias fraternas y sociales?”
El interés de los católicos debe ser que “todos los hombres sean salvos y lleguen al conocimiento de la Verdad” (1 Timoteo 2,4) y no “ayudar a los demás a sufrir menos y vivir mejor”. Esta perspectiva materialista que pretende construir el paraíso en la Tierra, es contraria al anhelo del verdadero cristiano de alcanzar el Reino de Cristo que, sabemos, “no es de este mundo” (Juan 18,36). Dice el documento:
“Por consiguiente, a través de los cristianos «el amor se derramará en el corazón de los hombres, para edificar el cuerpo de Cristo que es la Iglesia y construir una sociedad de justicia, paz y fraternidad».”
Esta iglesia que quieren edificar y cuyo fin es “construir una sociedad de justicia, paz y fraternidad”, no puede ser la Iglesia Católica fundada por Cristo, sino una iglesia sincrética y sinárquica en la que todas las religiones y todas las culturas caminan juntas sinodalmente hacia la perdición.
Para ellos, la fe católica es solo una propuesta más entre otras, uno de los caminos que se pueden elegir para llegar a Dios y que debe ser atractivo para los hombres:
“La propuesta cristiana es atractiva cuando se la puede vivir y manifestar en su integralidad; no como un simple refugio en sentimientos religiosos o en cultos fastuosos.”
Y para que sea atractiva al hombre de hoy y se pueda incorporar armónicamente con el resto de la humanidad, hay que quitar de la Iglesia todo lo que sea tradicional, espiritual, moral, doctrinal y sobrenatural:
“La Iglesia también lo necesita, para no reemplazar el amor de Cristo con estructuras caducas, obsesiones de otros tiempos, adoración de la propia mentalidad, fanatismos de todo tipo que terminan ocupando el lugar de ese amor gratuito de Dios que libera, vivifica, alegra el corazón y alimenta las comunidades. (…) Sólo su amor hará posible una humanidad nueva.”
Una humanidad nueva de libertad para pecar, igualdad en la diversidad y de fraternidad en el error, en la que todos los hombres se salvan y el infierno está vacío, donde Cristo no es el Camino al Reino eterno, sino el que una vez estemos allí nos dirá que en realidad el error y la Verdad son lo mismo:
“Pido al Señor Jesucristo que de su Corazón santo broten para todos nosotros esos ríos de agua viva que sanen las heridas que nos causamos, que fortalezcan la capacidad de amar y de servir, que nos impulsen para que aprendamos a caminar juntos hacia un mundo justo, solidario y fraterno. Eso será hasta que celebremos felizmente unidos el banquete del Reino celestial. Allí estará Cristo resucitado, armonizando todas nuestras diferencias con la luz que brota incesantemente de su Corazón abierto.”
Pero no es la fraternidad universal, la justicia y la solidaridad lo que nos une a Cristo y nos permite conocer Su Amor, sino la fe. Así lo expresa Pío XII:
«Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, de modo que, arraigados y cimentados en la caridad, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la alteza y la profundidad, hasta conocer el amor de Cristo, que sobrepuja a todo conocimiento, de suerte que estéis llenos de toda la plenitud de Dios»
Si alguien piensa que esta interpretación es extrema o incorrecta, el propio documento nos saca de dudas, cuando afirma que la clave de interpretación son Laudato Si y Fratelli Tutti, dos documentos repletos de referencias panteístas, antropocentristas y naturalistas:
“Lo expresado en este documento nos permite descubrir que lo escrito en las encíclicas sociales Laudato si’ y Fratelli tutti no es ajeno a nuestro encuentro con el amor de Jesucristo, ya que bebiendo de ese amor nos volvemos capaces de tejer lazos fraternos, de reconocer la dignidad de cada ser humano y de cuidar juntos nuestra casa común.”
EL NUEVO SENTIDO DE LA REPARACIÓN
Este nuevo sentido de reparación que no se dirige a corresponder al amor de Cristo, sino a tejer relaciones humanas para construir una sociedad mejor, queda explicitada en otras partes del documento:
“Junto con Cristo, sobre las ruinas que nosotros dejamos en este mundo con nuestro pecado, se nos llama a construir una nueva civilización del amor. Eso es reparar como lo espera de nosotros el Corazón de Cristo. En medio del desastre que ha dejado el mal, el Corazón de Cristo ha querido necesitar nuestra colaboración para reconstruir el bien y la belleza.”
El pecado ya no es una ofensa a Dios sino una herida que producimos a la sociedad. De esta forma, la reparación se convierte en una misión política y sociológica: en cambiar las estructuras sociales y su organización para hacerlas menos alienadas y más dinámicas:
“No es sólo una norma moral lo que nos mueve a resistir ante estas estructuras sociales alienadas, desnudarlas y propiciar un dinamismo social que restaure y construya el bien, sino que es la misma «conversión del corazón» la que «impone la obligación» de reparar esas estructuras. Es nuestra respuesta al Corazón amante de Jesucristo que nos enseña a amar.”
Esta reparación del corazón del mundo, que es externa, también tiene una dimensión interna en el corazón del hombre. Y vemos aquí de nuevo una inversión: ya que no es el Corazón de Cristo el que está herido por los pecados del hombre y del mundo, sino que son el corazón del mundo y el corazón del hombre, los que son heridos y reparados por el propio hombre. El hombre como principio, centro y fin de la devoción:
“Por otra parte, tampoco le basta al mundo, ni al Corazón de Cristo, una reparación meramente externa. Si cada uno piensa en sus propios pecados y en sus consecuencias en los demás, descubrirá que reparar el daño hecho a este mundo implica además el deseo de reparar los corazones lastimados, allí donde se produjo el daño más profundo, la herida más dolorosa.”
Una reparación material con soluciones y remedios humanos y temporales que otorgan una satisfacción pasajera e inestable:
“Un espíritu de reparación «nos invita a esperar que toda herida pueda sanar, aunque sea profunda. La reparación completa parece a veces imposible, cuando las posesiones o los seres queridos se pierden permanentemente, o cuando determinadas situaciones se han vuelto irreversibles. Pero la intención de reparar y de hacerlo concretamente es esencial para el proceso de reconciliación y el retorno de la paz al corazón»
Cuando esta reparación se hace a los hombres, entonces sí que hay que arrepentirse, sentir dolor y pedir perdón. Si la ofensa es a Dios, entonces hay que perdonar todo y siempre, aunque no haya arrepentimiento en la confesión. Con Dios no, con los hombres sí:
“En definitiva «la reparación, para ser cristiana, para tocar el corazón de la persona ofendida y no ser un simple acto de justicia conmutativa, presupone dos actitudes exigentes: reconocerse culpable y pedir perdón […]. Es de este reconocimiento honesto del daño causado al hermano, y del sentimiento profundo y sincero de que el amor ha sido herido, que nace el deseo de reparar».”
La confesión se convierte así en algo comunitario, algo público, en un acto social propio de la dignidad humana y de una iglesia que no es santa, sino pecadora, una iglesia que debe pedir perdón a los hombres. Por eso los nuevos pecados sinodales no tienen que ver con Dios, sino con los hombres:
“No se debe pensar que el reconocimiento del propio pecado ante los demás es algo degradante o dañino para nuestra dignidad humana. Al contrario, es dejar de mentirse a sí mismo, es reconocer la propia historia tal cual es, marcada por el pecado, especialmente cuando hemos hecho daño a los hermanos: «Acusarse a sí mismo es parte de la sabiduría cristiana. […] Esto le gusta al Señor, porque el Señor recibe el corazón contrito»”
El fruto de esta confesión y de esta reparación humana no es la gracia que nos libra del pecado y nos acerca a los santos, sino la fraternidad con quien sigue bajo el dominio del mal. El que se humilla ante Dios, no está pendiente del pecado del prójimo, como nos enseña Cristo en la parábola del fariseo y el publicano (Lucas 18,10). En cambio, en el documento leemos:
“Por consiguiente, brota un auténtico espíritu de reparación, ya que «quien se compunge de corazón se siente más hermano de todos los pecadores del mundo, se siente más hermano sin un atisbo de superioridad o de aspereza de juicio, sino siempre con el deseo de amar y reparar».”
Si antes se ha dicho que cualquier noción de sacrifico, sufrimiento o dolor ofrecido a Cristo como reparación por nuestros pecados era repudiado y censurado, parece que, si esas mismas prácticas se hacen a otro hombre, entonces sí que están justificadas. No podemos reparar el Corazón de Cristo con nuestras ofrendas y sacrificios, pero sí tenemos la obligación de reparar las estructuras sociales y los corazones humanos con nuestra voluntad y esfuerzo.
“Esas acciones de amor al prójimo, con todas las renuncias, negaciones de uno mismo, sufrimientos y cansancios que impliquen, cumplen esta función cuando están alimentadas por la caridad del mismo Cristo.”
Todo esto que hemos explicado sobre el nuevo sentido de reparación queda expresado de forma clara y resumida con las siguientes palabras:
“Hermanas y hermanos, propongo que desarrollemos esta forma de reparación, que es, en definitiva, ofrendar al Corazón de Cristo una nueva posibilidad de difundir en este mundo las llamas de su ardiente ternura. Si es verdad que la reparación implica el deseo de «compensar las injurias de algún modo inferidas al Amor increado, si fue desdeñado con el olvido o ultrajado con la ofensa», el camino más adecuado es que nuestro amor regale al Señor una posibilidad de expandirse por aquellas veces en que esto le fue rechazado o negado. Esto ocurre si se va más allá del mero “consuelo” a Cristo (…) y se convierte en actos de amor fraterno con los cuales curamos las heridas de la Iglesia y del mundo. De ese modo ofrecemos nuevas expresiones al poder restaurador del Corazón de Cristo.”
Después de explicar en detalle los principales aspectos que se contienen en el documento, queremos detenernos brevemente en otros dos que han sido omitidos o escondidos y que son fundamentales para entender la devoción al Sagrado Corazón de Jesús en su plenitud. Esto nos lleva a hacernos dos preguntas: la primera es:
¿Qué papel ocupa la Santísima Virgen María en esta devoción?
Si consideramos únicamente el documento en cuestión, son muy escuetos los comentarios sobre la Santísima Virgen María. De ella se dice:
“En el seno de la Iglesia, la mediación de María, intercesora y madre, sólo se entiende «como una participación de esta única fuente que es la mediación de Cristo mismo», el único Redentor, y «la Iglesia no duda en confesar esta función subordinada de María». La devoción al corazón de María no pretende debilitar la única adoración debida al Corazón de Cristo, sino estimularla: «La misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder». Gracias al inmenso manantial que mana del costado abierto de Cristo, la Iglesia, María y todos los creyentes, de diferentes maneras, se convierten en canales de agua viva. Así Cristo mismo despliega su gloria en nuestra pequeñez.”
Sobre esto queremos señalar cuatro puntos:
En primer lugar, llama la atención que en todo el documento solo se hable de ella como “María” y no como Virgen María, Santa María o Santísima Virgen María, que es como los católicos llaman habitualmente a su Madre del Cielo.
Lo segundo, son los malabarismos que utiliza para no reconocer el título de Corredentora que, aunque todavía no sea un dogma de fe, ha sido reconocido por numerosos papas, santos y fieles a lo largo de la historia y es perfectamente coherente con la doctrina católica. Se pone al mismo nivel la mediación de la Virgen y la nuestra.
En tercer lugar, la “devoción al corazón de María” no existe, entendemos que se refiere a la devoción al Inmaculado Corazón de María, pero de nuevo salen a la luz los escrúpulos y resquemores de quien escribe el documento.
Y, por último, se considera a la Virgen María como una más dentro de la Iglesia, la Inmaculada al mismo nivel de todos los pecadores; una madre, una creyente, una discípula y no, como ha proclamado la Iglesia misma solemnemente, como Madre de Dios y Madre de la Iglesia.
En otra parte del documento se dice:
“Ella era capaz de dialogar con las experiencias atesoradas ponderándolas en el corazón, dándoles tiempo: simbolizando y guardando dentro para recordar.”
Las cosas que la Virgen guardaba en su Corazón no eran para racionalizarlas a nivel humano y “dialogar con ellas”, sino que eran puestas en la oración y eran ofrecidas a Dios con plena confianza.
¿Esta es toda la importancia de la Santísima Virgen en la devoción al Sagrado Corazón?
La respuesta es no y la respuesta está en Fátima, dónde la Virgen nos enseña que la devoción al Corazón de Cristo está unida a la de Su Inmaculado Corazón.
Así, la Virgen enseña a los pastorcitos esta oración:
“¡Oh Jesús, te ofrezco este sacrificio por tu amor, por la conversión de los pecadores y en reparación de los pecados que tanto ofenden al Inmaculado Corazón de María!”
Y el ángel esta otra:
“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo te adoro profundamente y te ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los Sagrarios del mundo, en reparación de los ultrajes con los que Él es ofendido. Por los méritos infinitos del Sagrado Corazón de Jesús y del Inmaculado Corazón de María, te pido la conversión de los pecadores.”
Vemos aquí todos los elementos fundamentales de la verdadera devoción de los que hemos hablado y vemos cómo Dios ha querido manifestar que el Inmaculado Corazón de María está unido al Sagrado Corazón de Jesús, igual que como nos narra Juan 19,25: “junto a la Cruz de Jesús, estaba de pie su madre.”
Ahí, junto a Jesús, también el Corazón de la Virgen María fue traspasado, como profetizó el anciano Simeón en el Templo: “y a tu misma alma, una espada la traspasará” (Lucas 2,35).
Y este privilegio de la corredención con Cristo solo lo puede tener la Virgen María y no nosotros, pues ella es la Inmaculada y nunca ofendió a Dios, ni en lo más mínimo.
Esto, que ya pertenecía a la Revelación, y que fue señalado en Fátima, es acogido por la Iglesia en Su magisterio y adoptado como algo inseparable de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Así lo expresa Pío XII en Haurietis Aquas:
“Y para que la devoción al Corazón augustísimo de Jesús produzca más copiosos frutos de bien en la familia cristiana y aun en toda la humanidad, procuren los fieles unir a ella estrechamente la devoción al Inmaculado Corazón de la Madre de Dios. Ha sido voluntad de Dios que, en la obra de la Redención humana, la Santísima Virgen María estuviese inseparablemente unida con Jesucristo; tanto, que nuestra salvación es fruto de la caridad de Jesucristo y de sus padecimientos, a los cuales estaban íntimamente unidos el amor y los dolores de su Madre. Por eso, el pueblo cristiano que por medio de María ha recibido de Jesucristo la vida divina, después de haber dado al Sagrado Corazón de Jesús el debido culto, rinda también al amantísimo Corazón de su Madre celestial parecidos obsequios de piedad, de amor, de agradecimiento y de reparación.”
Importancia de la consagración
La segunda pregunta que nos hacemos es:
¿Cómo puede escribirse un documento sobre el Sagrado Corazón de Jesús sin explicar, recomendar y promover la consagración a Él?
Para responder a esta gravísima omisión del documento tomaremos por última vez las palabras del papa Pío XII:
“Es digna, pues, de sumo honor aquella forma de culto por la cual el hombre se dispone a honrar y amar en sumo grado a Dios y a consagrarse con mayor facilidad y prontitud al servicio de la divina caridad; y ello tanto más cuanto que nuestro Redentor mismo se dignó proponerla y recomendarla al pueblo cristiano, y los Sumos Pontífices la han confirmado con memorables documentos y la han enaltecido con grandes alabanzas. Y así, quien tuviere en poco este insigne beneficio que Jesucristo ha dado a su Iglesia, procedería en forma temeraria y perniciosa, y aun ofendería al mismo Dios.”
“…Se trata de un culto, según ya hemos dicho, que desde hace mucho tiempo está arraigado en la Iglesia, que se apoya profundamente en los mismos Evangelios; un culto, en cuyo favor está claramente la Tradición y la sagrada Liturgia, y que los mismos Romanos Pontífices han ensalzado con alabanzas tan multiplicadas como grandes: no se contentaron con instituir una fiesta en honor del Corazón augustísimo del Redentor, y extenderla luego a toda la Iglesia, sino que por su parte tomaron la iniciativa de dedicar y consagrar solemnemente todo el género humano al mismo sacratísimo Corazón”
Todo el que enseñe una devoción del Sagrado Corazón que no contemple y promueva la necesidad de consagrarse a Él, estará enseñando una devoción falsa.
Quedan claras con estas palabras cómo la devoción al Sagrado Corazón ha ido creciendo y desarrollándose de forma armónica y coherente a lo largo de la historia de la Iglesia. Y cómo ahora, no puede ser contaminada con nuevas propuestas y desarrollos que no han seguido el mismo recorrido, que no tienen un origen divino y que buscan desfigurar la imagen del Sagrado Corazón para convertirlo en algo que no es.
Una devoción para los últimos tiempos
El culto al Sagrado Corazón de Jesús es una devoción que Dios ha querido promover especialmente en los últimos tiempos, para que podamos consolar a Cristo en el momento en el que más va a ser ofendido.
Como profetiza Zacarías 12,10:
“Y derramaré sobre la casa de David y sobre los habitantes de Jerusalén el espíritu de gracia y de oración, y pondrán sus ojos en Mí a quien traspasaron, y llorarán al que hirieron como se llora a un hijo único, y harán duelo por Él como se hace por un primogénito”
Es alarmante que, en un momento como el actual en el que las ofensas a Dios, a Su Sacratísimo Corazón, a la Sagrada Eucaristía y a la Santísima Virgen María han aumentado como nunca en la historia de la humanidad, se pretenda desde el Vaticano ocultar, desacreditar o cambiar el sentido y la necesidad urgente de hacer reparación por esas ofensas.
Por eso, este documento y sus “novedades” no pueden estar inspirados por Dios, sino por sus enemigos.
Pero nada de esto debe quitarnos la paz porque como el mismo Cristo manifestó al Beato Bernardo de Hoyos:
«Yo reinaré a pesar de mis enemigos, y de todos los que a ello quisieran oponerse».
Nuestro deber es pues ayudar a difundir esta devoción para que llegue a todos los fieles. Para ello contamos con la ayuda de san Miguel Arcángel, según nos relata este beato español:
“Después de comulgar, sentí a mi lado a este santo arcángel (San Miguel) que me dijo cómo extender el culto del Corazón de Jesús por toda España y más universalmente por toda la Iglesia. Llegará el día en que esto suceda. Habrá gravísimas dificultades, pero se vencerán. Él, como príncipe de la Iglesia, asistirá en la empresa”.
Que nos sirva para ir a las verdaderas fuentes de esta sacratísima devoción; a leer a quienes han experimentado este Amor en grado máximo, para querer amar y reparar al Corazón de Dios por nuestros pecados; y también a consagrarnos, nosotros, nuestras familias y nuestras naciones para que Cristo Reine en todas las cosas y se produzca el triunfo del Inmaculado Corazón de María. Así sea.
Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío
Gracias por iluminar entre tanta oscuridad y confusión. ¡Que El Señor de La Luz, de La Paz con Justicia, de…
*Bendito sea Dios en sus Santos y en sus Ángeles, que en estos difíciles tiempos, hay Laicos y Consagrados que…