13. La Paciencia en las Tribulaciones

En el programa de hoy vamos a abordar la paciencia en las tribulaciones a la luz de San Agustín, una virtud necesaria si queremos permanecer fieles a la Verdad en estos últimos tiempos.
Iluminando lo escondido
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Iluminando lo escondido

Muy buenas a todos y bienvenidos una vez más a Iluminando lo Escondido. En el programa de hoy vamos a abordar la paciencia en las tribulaciones a la luz de San Agustín, una virtud necesaria si queremos permanecer fieles a la Verdad en estos últimos tiempos.

En primer lugar debemos tener en cuenta que si somos discípulos de Cristo no podemos prometernos una vida feliz y tranquila humanamente hablando, ya que Aquel al que decimos seguir fue el primero en no tenerla. Pues bien: Cristo nos ha prometido la felicidad, no en este mundo, sino en Él. Y cuando hayan pasado todas estas cosas reinaremos con Él por toda la eternidad. Cristo lo dijo claramente durante su vida, y está recogido en el Evangelio de Mateo capítulo 16: “Si alguno quiere seguirme, renúnciese a sí mismo, y lleve su cruz y siga tras de Mí”. Leemos también en el Evangelio de Juan, capítulo 15, versículos 18-20: “Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a Mí antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como vosotros no sois del mundo – porque Yo os he entresacado del mundo– el mundo os odia.  Acordaos de esta palabra que os dije: No es el siervo más grande que su Señor. Si me persiguieron a Mí, también os perseguirán a vosotros; si observaron mi palabra, observarán también la vuestra.”

Por tanto, ya sabemos que como discípulos de Cristo hemos de pasar por tribulaciones, ahora deberemos saber cómo afrontarlas, y para ello es imprescindible la paciencia.

Dice San Agustín que la paciencia es la firmeza voluntaria y constante para soportar las cosas arduas y difíciles por virtud o utilidad. Por tanto, cuanto más arduas y difíciles sean las cosas, mayor firmeza y constancia se necesitará para soportarlas. Es decir: a mayor tribulación, mayor paciencia.

Y Dios permite las tribulaciones precisamente para trabajarnos en la paciencia. Dice lo siguiente San Agustín: 

No tengas miedo, porque el diablo no tienta si no le es permitido; es cosa demostrada que él no puede hacer más que aquello que le ha sido permitido o para lo que ha sido enviado.

Pero muchas veces (los demonios) reciben algún poder sobre los buenos, de modo que dañen en el orden temporal a los buenos, para su mayor utilidad por el ejercicio de la paciencia. Así el alma cristiana está en vela para seguir en sus tribulaciones la voluntad de su Señor, no vaya a ser que resistiendo a las órdenes de Dios se procure un juicio más grave. Porque lo que el mismo Señor, viviendo como hombre, dijo a Poncio Pilato, eso mismo Job le podría decir al diablo: No tendrías potestad alguna sobre mí si no te hubiese sido dada de arriba. Luego no debemos querer la voluntad de aquel cuya potestad maliciosa se concede contra los buenos, sino la voluntad de Aquel que da esa potestad. Porque la tribulación produce paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza; y la esperanza no defrauda, porque la caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado. 

Otra cosa que nos ayudará a ser pacientes y no quejarnos ante las tribulaciones es tener en cuenta que por nuestros pecados, nosotros merecemos dicho castigo. Sin embargo, Cristo, sin merecer pena alguna, se hizo cargo de todos los pecados de la humanidad. Veamos lo que dice San Agustín al respecto:

¡Y que no nos haga vacilar la tribulación de los buenos!, porque es una prueba, no una condenación. ¡No vaya a ser que nos horroricemos al ver sufrir a un justo cosas indignas y graves en esta vida, y estemos olvidando lo que sufrió el Justo de los justos y el Santo de los santos! Lo que ha sufrido esa ciudad entera, lo sufrió uno solo. Pero fijaos quién es ese uno: El Rey de reyes y Señor de señores, apresado, atado, flagelado, zarandeado con toda clase de afrentas, colgado y clavado en una cruz, muerto… Pon en balanza a Roma con Cristo, sopesa la tierra entera y a Cristo, equilibra cielo y tierra con Cristo; nada creado puede valorarse con el Creador, ni obra alguna se compara con el Autor: Todo ha sido hecho por Él y sin Él no se hizo nada; y, sin embargo, fue tenido en nada por los perseguidores. Soportemos entonces lo que Dios tenga permitido que soportemos. ¡Él, como médico, conoce bien qué dolor nos es útil para curarnos y sanarnos! Está escrito certeramente: La paciencia perfecciona su obra, y ¿cuál va a ser la obra de la paciencia, si no sufrimos nada adverso? ¿Por qué, pues, rehusamos sufrir los males temporales? ¿No es que tenemos que ser perfeccionados? Más bien, supliquemos, gimamos y lloremos ante el Señor, para que se cumpla en nosotros lo que dice el Apóstol San Pablo: Fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas, sino que, para poder vencer, os dará con la tentación también el éxito.

También la tribulación sirve para separar a los buenos de los malos, ya que una misma situación producirá vida en las almas buenas y llevará a la condenación a las almas malas. Así lo explica San Agustín:

¡Ojalá que el ejemplo nos sirva de escarmiento! y que la concupiscencia mala que tiene sed de mundo y apetece disfrutar de los placeres pecaminosos sea refrenada, antes de murmurar contra el Señor a la vista de los castigos muy merecidos, demostrando el Señor cuan inestables y caducas son todas las vanidades del siglo. También la era siente el mismo trillo para desmenuzar la paja que para limpiar el trigo; el horno del orfebre sufre el mismo fuego para convertir la paja en ceniza que para purificar el oro; de igual manera Roma sufrió una misma tribulación, en la que el bueno fue corregido y purificado, mientras que el impío fue condenado.

Y como toda tribulación es castigo de los impíos y prueba de los justos, porque ella misma desmenuza los cardos y las pajas, y separa el trigo de la paja, de donde viene el nombre de tribulación, del mismo modo, cuando la paz y el descanso de las molestias corporales aprovecha a los buenos y pierde a los malos, la divina Providencia dispone todo esto para mérito de las almas. Y, sin embargo, ni los buenos eligen para sí mismos el ministerio de la tribulación, ni los malos buscan la paz. Por lo cual estos mismos, que sirven de instrumentos sin saberlo, reciben no el premio de la justicia que se refiere a Dios, sino el de su propia malevolencia. De igual modo que no se les imputa a los buenos el mal que ocasionan a alguien, al querer ellos hacer el bien, sino que se imputa a su buena intención el premio por su caridad.

Por último, algo de lo que no debemos olvidarnos nunca es de pedirLe a Dios la paciencia cada día en la oración, ya que como vimos en el anterior programa, para que Dios nos dé sus dones y sus gracias, es necesario que Se las pidamos con un corazón contrito y humillado. Se lo pedimos al Señor por medio de María Santísima, Reina y Madre de los últimos tiempos, con esta oración:

¡Oh Señor! Bien pocos son los hombres que conocen la fuerza de Tu cólera; pero como con muchos la ejercitas, principalmente cuando no los castigas, es necesario descubrir un acto no de Tu ira, sino de Tu misericordia, en los trabajos y dolores con que afliges para su provecho e instrucción a aquellos que amas, para no condenarlos después por toda la eternidad.

De la malicia de los injustos Te has servido para atribularme, y bajo el peso de la tribulación me he vuelto a Ti, buscando el refugio que, adormecido por la felicidad temporal, no buscaba ya.

¿Quién es, Señor, el que se acuerda fácilmente de Ti cuando la felicidad le sonríe y encuentra satisfechas todas sus expectativas presentes?

La causa por que has permitido que llegase para mí el día de la tribulación hela aquí: es probable que, si no hubiera sido herido de la adversidad, no Te hubiera invocado; mas ahora que siento el aprieto, Te invoco; y porque Te invoco, me libras de mis penas, y porque me veo libre de ellas, Te glorificaré y me uniré a Ti de modo que jamás me aleje de Ti.

Siempre que al fervor de la oración sucedió la tibieza y la desgana, dije: «Caí en tristeza y angustia, e invoqué Tu nombre». Siempre la adversidad me sirvió de provecho, porque corrompido con mis pecados y perdida ya casi la sensibilidad, encontré en la tribulación el cauterio y la amputación.

No me quejaré de Ti si algún mal me sucediera en este siglo, sino que bendeciré el castigo del Padre, cuya herencia espero.

Me acojo al amparo de la mano que me corrige; no huyo de la corrección, porque Tú, que me corriges, no puedes errar.

Tú sabes bien lo que has de hacer conmigo, puesto que soy hechura Tuya. ¿Puedo siquiera pensar que eres un artífice tan inepto que, después de haberme hecho, Te hayas olvidado de lo que debes hacer conmigo?

Antes de que yo existiese, Tú pensabas en mí, pues de lo contrario nunca hubiese existido. Y si pensaste en mí antes de existir, para que existiese, ahora que existo, que soy algo, que vivo y Te sirvo, ¿no tendrás más que indiferencia y desprecio para mí?

Lejos, pues, de mí los cálculos mundanos; y reine en mí la esperanza en Ti, de modo que pueda decir: Tú, Dios mío, eres mi refugio.