14. La Fuerza de la Mala Costumbre
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Iluminando lo escondido
Muy buenas a todos y bienvenidos una vez más a Iluminando lo Escondido. En este programa hablaremos de la fuerza de la mala costumbre siguiendo una vez más a San Agustín.
Ordinariamente, la costumbre se conoce como “segunda naturaleza”, porque es algo que se repite muchas veces y que llega a ser como una naturaleza añadida.
Veamos la diferencia que hay entre cometer un pecado y el cometerlo por costumbre. Dice San Agustín:
“Si uno ha cometido algún pecado y se ha enmendado inmediatamente, pronto revive; porque, aunque muerto, no está sepultado, no está atenazado por la costumbre. Pero si ha caído en la mala costumbre, ya le considero enterrado, y con razón puedo decir que despide mal olor, porque empieza a tener mala fama, que es como un olor pestilencial. Gastas miserablemente el tiempo cuando le dices: «No debes obrar así». Porque, ¿cómo quieres que te haga caso el que está como enterrado y en estado de putrefacción, y hasta oprimido por la lápida sepulcral de la mala costumbre?”
También ejemplifica esto San Agustín comparando los pecados de pensamiento, de obra y de costumbre con las 3 personas resucitadas por Jesús en la Biblia: a la hija de Jairo en su propia casa (Marcos 5, 21-43), al hijo de la viuda de Naín cuando lo llevaban a la sepultura (Lucas 7, 11-17) y a Lázaro después de estar 4 días en el sepulcro (Juan 11).
La resurrección de la hija de Jairo, que fue resucitada en su propia casa, representa los pecados de pensamiento. Hay personas que tienen el pecado dentro en su corazón, aún no convertido en obra. Pero el Señor mismo dice: Quien mire a una mujer casada, deseándola, ya adulteró con ella en su corazón14. Aunque aún no ha habido contacto físico, ya consintió en su corazón. Tiene el muerto en su interior; aún no lo ha sacado fuera. Estas personas, a veces, después de oír la palabra de Dios, como si el Señor le dijese: Levántate15, condenan el haber consentido al pecado y anhelan la salud y la justicia. Resucita el muerto en casa y revive el corazón en el secreto de la conciencia. Esta resurrección del alma muerta se ha producido en el secreto de la conciencia, como si fuese dentro de los muros de la casa.
En segundo lugar tenemos la resurrección del hijo de la viuda de Naín cuando ya lo estaban llevando a la sepultura y representa a aquellos pecados que van más allá del pensamiento y pasan a la acción. Pero que, si son amonestados y tocados por la palabra de la Verdad, se levantan obedeciendo a la palabra de Cristo, es decir, vuelven a la vida. Pudieron avanzar en el pecado, pero no perecer para siempre.
Y en tercer lugar se encuentra la resurrección de Lázaro. He aquí el último grado de muerte, la fuerza de la mala costumbre. Veamos lo que dice San Agustín:
“Quienes a fuerza de obrar mal se ven envueltos en la mala costumbre, de forma que la mala costumbre misma no les deja ver que es un mal, se convierten en defensores de sus malas acciones, se enfurecen cuando se les reprende, asemejándose a los sodomitas que replicaron al justo (Lot) que les reprendía su perverso deseo: Tú viniste a vivir con nosotros, no a darnos leyes17. Tan arraigada estaba allí la costumbre de la lujuria nefanda que la maldad se identificaba para ellos con la justicia, hasta el punto de reprender antes al que la prohibía que al que la practicaba. Estos, oprimidos por tan malvada costumbre, están como sepultados. Pero ¿qué he de decir, hermanos? De tal forma sepultados que se da en ellos lo que se dijo de Lázaro: Ya hiede. El peñasco colocado sobre el sepulcro es la fuerza opresora de la costumbre que oprime al alma y no la deja ni levantarse ni respirar.“
En resumen, si el pecado sólo ha sido concebido en el corazón, y no se ha ejecutado lo que se pensó, debemos arrepentirnos, de modo que con este remedio resucite el muerto dentro de la casa de nuestra conciencia.
Si se ha realizado aquello que el pensamiento concibió, no hay que desesperar; el muerto que no resucitó en secreto resucita en público mientras le llevan a enterrar. Debemos arrepentirnos de la mala acción para recuperar pronto la vida, sin dar tiempo a caer en el sepulcro, donde nos veremos oprimidos por la gran piedra de la costumbre.
Y si alguien está aprisionado bajo la dura losa de su costumbre y oprimido por su peso que tampoco desespere. Cierto es que se halla el muerto muy abajo pero está Cristo arriba, que con un grito puede destruir todas las ligaduras terrenas y sabe vivificar interiormente.
San Agustín da un ejemplo claro sobre cómo vencer a esta mala costumbre:
“Fijaos; os voy poner un ejemplo al respecto para que entendáis lo demás. Sabéis que hay hombres sobrios —son los menos, pero los hay—. Sabéis que los hay también borrachos —éstos abundan—. Suponed que se bautiza el sobrio: por lo que respecta a la embriaguez, no tiene con qué luchar; tiene otras apetencias contra las que luchar. Mas, para que comprendáis los otros casos, imaginémonos el combate con un solo enemigo. Suponed ahora que el bautizado es uno que se emborracha: escuchó, y no sin temor, que entre los demás males que cierran a los hombres las puertas del reino de Dios se halla mencionada también la embriaguez, pues donde se dijo: Ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones poseerán el reino de Dios, allí mismo se añadió: ni los borrachos, etc., poseerán el reino de Dios14. Lo escuchó y temió. Se bautizó: se le perdonaron todos los pecados de embriaguez; le queda la costumbre que opone resistencia. De hecho, no obstante haber nacido de nuevo, tiene contra qué luchar. Todos sus vicios pasados le fueron perdonados: ponga atención, se mantenga alerta, luche para no volver a embriagarse. Así, pues, se despierta el apetito de beber, pellizca al ánimo, introduce la sequedad en las fauces, pone asechanzas a los sentidos; quisiera incluso, si le fuera posible, penetrar los muros, llegar hasta él allí encerrado y llevarle cautivo. Lucha él, oponle resistencia. ¡Oh, si tampoco él existiera! Si entró por una costumbre de esta vida, morirá por una buena costumbre. Tú preocúpate sólo de no satisfacerlo; no lo sacies cediendo, sino dale muerte ofreciéndole resistencia. Con todo, mientras exista, será tu enemigo. Si no le otorgas consentimiento y nunca vuelves a embriagarte, cada día será menor. Que sus fuerzas no le vengan de tu sumisión. En efecto, si cedes y te emborrachas, se las estás dando. ¿Acaso le das fuerzas contra mí y no contra ti? Desde este sitial más elevado advierto, digo y anuncio el mal que ha de sobrevenir a los que se emborrachan; lo digo con anticipación. No podrás decir: «Nunca oí esto»; ni podrás decir: «Dios pedirá cuentas de mi alma a quien no me habló». Pero sudas porque tú mismo, con tu mala costumbre, te creaste un adversario poderoso. No te fatigaste para nutrirlo; fatígate para vencerlo. Y si no te hallas con fuerzas frente a él, ruega a Dios. No obstante, si en esta lucha contra tu mala costumbre no sales vencido, si ella no te derrota, has cumplido con lo que manda el Apóstol: No deis satisfacción a las apetencias de la carne15. En aquel cosquilleo se hizo presente la apetencia, pero no le diste satisfacción bebiendo.”
Veamos ahora otro aspecto que recalca San Agustín que nos indica el peligro de caer en la mala costumbre:
“Hermanos míos, no despreciéis aquellos pecados que quizá habéis convertido ya en costumbre. Pues todo pecado pierde importancia cuando se hace habitual y al hombre le parece como que no existe; al endurecerse, ha perdido la sensibilidad. Lo que está podrido del todo, ya ni duele, y lo que no duele, ya no hay que tenerlo por vivo, sino darlo por muerto. Escuchad lo que dice la Sagrada Escritura y ved en ella cómo tenéis que vivir. ¿Quién no desprecia el pecado de embriaguez? Tal pecado abunda entre nosotros y no se le da importancia: el corazón embriagado ha perdido la sensibilidad, no experimenta el dolor, porque tampoco experimenta la salud. Cuando se punza una parte del cuerpo y se siente dolor, o está sana o hay esperanza de curación; mas cuando se la toca, se la punza, se la pellizca, y no experimenta dolor, hay que darla por muerta y separarla del cuerpo. Y, aunque los que son así, ya están muertos en el alma, como nuestro médico es todopoderoso, no hay que perder la esperanza respecto de ellos, sino que hay que suplicar con todas las fuerzas para que el Señor se digne abrir los oídos de su corazón que demuestran tener cerrados.”
Y es que San Agustín habla desde la experiencia, ya que él tuvo la mala costumbre de jurar, algo que hoy en día se hace a todo momento sin darse cuenta de la gravedad que ello conlleva. Veamos lo que dice al respecto:
“También yo juraba a cada momento; también yo tuve esta costumbre horrible y mortífera. Lo confieso a vuestra caridad: Desde que empecé a servir a Dios y vi el mal que encierra el perjurio, se apoderó de mí un fuerte temor y con él frené tan arraigada costumbre. Una vez frenada, se la contiene; contenida, languidece; languideciendo, muere, y la mala costumbre deja el lugar a la buena. (…) Con todo, esta pésima costumbre humana tiene otro aspecto. Juras hasta cuando te dan crédito y cuando nadie te lo exige; juras aunque se horroricen los hombres; si no cesas de jurar, a duras penas estarás sano y libre de perjurio. (…) Por tanto, en la medida de lo posible, contén tu lengua y tu costumbre. No seas como algunos que, cuando se les habla, siempre replican: «¿Dices la verdad? No lo creo. ¿Que no lo hiciste? No lo creo. Haga Dios de juez; júramelo». Y la diferencia es también grande según que el que exige el juramento ignore que ha de jurar en falso o no. Si debido a su ignorancia al respecto le dice: «Júramelo», para poder darle fe, no me atrevo a decir que no es pecado; en cualquier caso es una tentación humana. Si, por el contrario, sabe que hizo tal acción, le vio hacerla y le obliga al juramento, es un homicida. En efecto, el uno se da muerte a sí mismo por su perjurio; el otro extrajo la mano del suicida e hizo fuerza sobre ella. A su vez, cuando un ladrón criminal escucha de la boca de quien ignora la verdad: «Jura que no fuiste tú quien lo sustrajo; júralo», replica entonces: «A un cristiano no le es lícito jurar; no le está permitido jurar cuando se le exige un juramento; yo soy cristiano, no me es lícito hacerlo». Observa a ese sujeto, sepárate de él, haz que te despreocupas del asunto que traíais entre manos, saca a relucir cuentos y verás cómo el que no quiso jurar una vez jura a millares. Alejad de vosotros, pues, esta costumbre cotidiana, frecuente, inmotivada, sin que nadie os fuerce a ella, sin que nadie dude de tus palabras: la costumbre de jurar; amputadla de vuestras lenguas, circuncidadla de vuestra boca.”
Le pedimos al Señor por medio de María Santísima, nuestra Reina y Madre, que nos resucite de la muerte a la que hemos llevado a nuestra alma con nuestros pecados, especialmente aquellos cometidos por la mala costumbre, y que nos dé la Gracia de mantener nuestras vestiduras blancas durante nuestra estancia en la Tierra, especialmente en estos Últimos Tiempos, para poder entrar con ellas al banquete celestial que Dios nos tiene preparado en el Cielo. Se lo pedimos a través de la siguiente oración:
¡Señor! ¡Con qué dificultad se levanta el que se encuentra oprimido bajo la losa de la mala costumbre! Pero siempre puede levantarse vivificado por la acción interior de tu gracia si tú, Señor, le gritas al corazón.
En efecto, he visto hombres de costumbres corrompidas que, convertidos, viven más piadosamente que sus murmuradores.
No desconfío de la salud de nadie, y me confirmo en ello con el caso de la hermana de Lázaro, si es que ella fue la misma que ungió tus pies, y, después de bañarlos con lágrimas, los secó con sus cabellos; ésta, digo, recibió mejor resurrección que su hermano, cuando fue librada de la pesada piedra de la mala costumbre. Era pública pecadora, y, no obstante, dijiste de ella: «Le fueron perdonados muchos pecados porque amó mucho» (Lc. 7, 47).
No quiero, pues, ni presumir ni desesperar de mí, ya que tan malo es lo uno como lo otro. Y para no desesperar, quiero dirigirme a aquel en quien debe fundarse toda presunción. Tú dijiste: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt. 9 13). Ciertamente que si no hubieras amado a los pecadores, no habrías descendido del cielo a la tierra.
¡Oh Señor! Grandes son mis enfermedades, pero ninguna es incurable para ti, médico omnipotente. Quiero ser curado, no rechazo tus manos, porque tú sabes qué es lo que debes hacer.
¿Acaso no me curarás porque tenga yo toda la culpa de haber caído enfermo, despreciando tus avisos? No quise escucharte cuando se trataba de conservar la salud; te escucharé ahora para poder recobrarla. Que al menos, después de haber traspasado tus advertencias, te preste atención tras una penosa experiencia. ¿Qué terquedad no será la que ni aun a los hechos de la experiencia se doblega?
Dame, Señor, la gracia de llorar para no ser insensible al dolor. Amén.
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