El Amor de Dios por el Rey David
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La máquina del tiempo
Bienvenido a la máquina del tiempo. Esta semana continuamos explicando por qué el primer mandamiento es el más importante y, por consiguiente, el pecado de idolatría es el peor de todos. Para ello, nos vamos a basar en la cita de 1 Reyes 9, 4-5.
“Si tú andas en mi presencia como anduvo David, tu padre, con sinceridad de corazón y con rectitud, haciendo todo lo que te tengo mandado, y guardando mis mandamientos y mis preceptos, aseguraré el trono de tu reino sobre Israel para siempre, según prometí a tu padre David, diciendo: «Nunca te faltará varón sobre el trono de Israel.»”
La figura de David es una de las más importantes en toda la historia de Israel y se hace referencia a él en numerosas ocasiones a lo largo de la Biblia, siendo uno de los ejemplos más significativos de fidelidad a Dios y beneficiado de la profecía del Señor, que de él saldrá un rey, que gobernará al pueblo de Israel para siempre. Esta promesa la encontramos en 1 Crónicas 17, 12-14, cuando Dios le dice a David: “Él me edificará una Casa, y yo haré estable su trono para siempre. Yo seré padre para él, y él será hijo para Mí, y no apartaré de él mi gracia, como la aparté de aquél que te ha precedido. Yo lo estableceré en mi Casa y en mi reino eternamente, y su trono será establecido para siempre”. Sin duda, ésta es la promesa del Mesías, de Jesucristo.
A lo largo de los libros 1 y 2 de Reyes, donde se narran las acciones de los reyes de Judá e Israel, vemos cómo se hace mención varias veces al rey David, para compararlos, sobre todo, con sus descendientes en el reino de Judá, según si sus hechos fueron buenos o malos a los ojos del Señor. Por ejemplo, vemos en 1 Reyes 15, 3, hablando sobre el rey Abiam: “Anduvo en todos los pecados que su padre había cometido antes de él, y su corazón no estuvo enteramente con Yahvé su Dios, como el corazón de su padre David”. También vemos en el versículo 11: “Asá hizo lo que era recto a los ojos de Yahvé, como David su padre”. Del mismo modo, en 2 Reyes 14, 3, leemos de Amasías: “Hizo lo que era recto a los ojos de Yahvé, pero no así como su padre David”. En el capítulo 16, versículo 2 se dice de Acaz: “No obró lo que era recto a los ojos de Yahvé su Dios, como lo había hecho su padre David”. En el capítulo 18, versículo 3, La Escritura refiere de Ezequías lo siguiente: “Hizo lo que era recto a los ojos de Yahvé, siguiendo en toda su conducta a su padre David” y más adelante, en el capítulo 22, versículo 2 leemos del rey Josías: “Hizo lo que era recto a los ojos de Yahvé, siguiendo en todo el camino de David, su padre, sin apartarse ni a la derecha ni a la izquierda”.
Estos son algunos ejemplos de cómo el rey David era un referente para los israelitas de obediencia y fidelidad a Dios, pero hay muchos más. Ahora bien, ¿fue David realmente tan santo? ¿verdaderamente hizo todo conforme a la Ley de Dios? Contestando a estas preguntas, vamos a descubrir la importancia del primer Mandamiento (o de los 3 primeros mandamientos) en relación con el resto.
En el segundo libro de Samuel, capítulo 11 leemos la historia de David y Betsabé. Para los que no la conozcan, David se acostó con Betsabé, la mujer de uno de sus oficiales, Urías, y ésta quedó embarazada. Para intentar tapar la traición hacia su súbdito, David intenta que en los días posteriores, Urías se acueste con su mujer, pero éste, por solidaridad con sus tropas, decide quedarse en el campamento, pues argumenta, que no puede irse a la comodidad de su casa, mientras sus soldados duermen a la intemperie. Entonces, David, para no verse descubierto, decide enviar a Urías a primera línea de batalla, donde el combate es más cruento y, una vez allí abandonarlo, para que muera, lo cual sucede. Entonces David se casa con Betsabé.
En el capítulo 24 podemos leer cómo David hace un censo de la población, contraviniendo la Voluntad de Dios, pues no por sus fuerzas, sino por la ayuda que le vino del Señor, el rey pudo conseguir todo lo que poseía y derrotar a todos sus enemigos.
Tanto en el primer caso como en el segundo, Dios castiga a David duramente, por medio de los profetas, pues sus pecados habían sido muy graves. Entonces, si David cometió actos tan graves, ¿cómo es que se le tiene como hombre, el cual, siguió en todo a Dios?
La explicación radica en que David, desde pequeño, desde antes de ser rey, creía y confiaba en el Señor con todo su corazón y le alababa siempre, tanto en los momentos de dificultad, como en los momentos de alegría. Podemos verlo, cuando se ofrece a pelear contra Goliat, cuando rehúsa matar a Saúl por ser el ungido de Dios, por todos los salmos y cánticos que compone en honor de Dios, por el deseo de reflejar la grandeza de Dios construyéndole el templo, alabando y bailando delante del Arca con todas sus fuerzas, mientras la trasladaba a Jerusalén, cuando al ser castigado por Dios por sus pecados, acepta la corrección del Señor, confesando su pecado y la justicia y bondad de Dios, y muchos ejemplos más. De este modo, a sus sucesores se les juzga en tanto en cuanto su amor por el Señor fue igual al del rey David o no y con qué fuerza combatieron la idolatría en sus dominios. Y Dios le considera justo y santo, precisamente, porque su amor por Él fue, dentro de sus posibilidades y siendo hombre de su época, podríamos decir, perfecto.
Lo que podemos aprender nosotros de esta enseñanza que nos da el Señor, es que si no tenemos amor a Dios, tampoco la tendremos al prójimo. Y que, amando a Dios y siguiendo fielmente sus mandamientos, aunque fallemos en nuestro amor al prójimo, pues somos imperfectos por el pecado original, si nos humillamos ante el Señor y aceptamos de buena gana sus correcciones y castigos, que también son Amor, para enmendarnos y purificarnos, Dios nos considerará justos y, con la Gracia, llegaremos a eliminar incluso las más pequeñas faltas, como lo hicieron los Santos.
Que el Señor haga crecer su Amor en nosotros, de tal forma que aborrezcamos cualquier forma de idolatría y busquemos siempre defender el Honor y la Gloria de Dios. Por medio de la Santísima Virgen María, la Inmaculada Concepción. Amén.
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