Santos Justo y Pastor
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Santos de Verdad
Hay un versículo del Evangelio que me repito casi a diario
Y es tan importante que también sobre ello escribe el apóstol Santiago.
“Sí, sí, no, no”, esto manda el Señor que digamos
Ya que todo lo que excede a esto, viene directamente del Malo.
En cambio, hoy en día nos perdemos en teorías
y justificaciones ante cuestiones tan sencillas
como el uso de técnicas anticonceptivas o la bendición del pecado.
No y no, así de simple, y así de claro.
Por eso Jesús quiere que seamos como niños sin engaños,
sin dejarnos llevar por el espíritu del mundo y los respetos humanos.
Defender la Verdad con valentía y respeto, pero sin descaro,
Igual que lo hicieron Justo y Pastor, los Santos de Verdad que hoy recordamos.
Corría el siglo cuarto, aunque el tiempo parecía no avanzar para los cristianos de aquella época. Era el tiempo de la “Gran persecución”, la del emperador Diocleciano, la última gran persecución antes de que el Imperio Romano se convirtiera al cristianismo. En la actual Alcalá de Henares, entonces Compluto, se fueron haciendo eco los edictos cada vez más violentos del emperador en la figura del gobernador Daciano, a quien no temblaba la mano para llevar a cabo el señalamiento, la persecución y el asesinato de los cristianos.
Decenas, cientos y miles de cristianos fueron martirizados en las provincias romanas, derramando su sangre como semilla de nuevos cristianos.
Justo y Pastor, de 7 y 9 años respectivamente, se encontraban en la escuela. De repente, llevados por un santo ardor, dejaron sus cosas y salieron de la escuela sin vacilar para presentarse ante el gobernador Daciano y confesarse seguidores de Jesucristo. Bien sabían ambos que el castigo para tal confesión era la muerte… ¿Cuál debió ser la reacción del gobernador ante la santa insolencia de los niños? Quizás incluso su alma, anestesiada por el pecado, emitiría un último grito de auxilio… Un grito que se apagaría por la soberbia y el odio y se tornaría rápidamente en un grito de condena cruel contra los dos niños.
Mientras eran conducidos al lugar del suplicio mutuamente se estimulaban los dos corderitos. Porque Justo, el más pequeño, temeroso de que su hermano desfalleciera, le hablaba así: «No tengas miedo, hermanito, de la muerte del cuerpo y de los tormentos; recibe tranquilo el golpe de la espada. Que aquel Dios que se ha dignado llamarnos a una gracia tan grande nos dará fuerzas proporcionadas a los dolores que nos esperan». Y Pastor le contestaba: «Dices bien, hermano mío. Con gusto te haré compañía en el martirio para alcanzar contigo la gloria de este combate».
Los dos hermanos fueron ejecutados sin compasión, pero mientras sus cuerpos yacían sin vida, sus almas ascendían a la verdadera Vida, coronados mártires, entre aquellos que lavaron sus vestiduras en la Sangre del Cordero, para habitar eternamente en la Jerusalén celeste con Jesús, el Único que nos sostiene y nos salva.
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